Un lombardo en Saint-Denis.
-¿Y ahora qué hacemos? -se preguntaban los Bouville.
Estaban cogidos en su propia trampa. El regente no prolongó mucho su estancia en
Vincennes. Reunió a los miembros de la familia real y les rogó que lo escoltaran hasta París para celebrar consejo inmediatamente. En el momento en que iniciaba la marcha, Bouville tuvo un arranque de valor.
-¡Monseñor! ... -exclamó, cogiendo por la brida la montura del regente.
Inmediatamente le interrumpió Felipe:
-Sí, sí, Bouville, os agradezco que participéis de nuestro pesar. Creedme que nada os
reprochamos. Es la ley de la humana naturaleza. Os haré llegar mis órdenes para los funerales.
Y picando al caballo, partió al galope desde el puente levadizo. A semejante marcha, los que
lo acompañaban poco podían dedicarse a reflexionar. Lo siguieron la mayoría de los barones. Sólo quedaron unos pocos, los menos importantes, los desocupados que se reunían, en pequeños grupos, comentando el suceso.
-Ves -decía Bouville a su mujer-, debía haber hablado en aquel instante. ¿Por qué me
detuviste?
Estaban en pie, en el derrame de una ventana, hablando en voz baja y sin atreverse apenas
a confiar sus pensamientos.
-¿Y la nodriza? -prosiguió Bouville.
-Está vigilada. La he llevado a mi habitación, la he cerrado con llave, y dos hombres guardan
la puerta.
-¿No sospecha nada?
-No.
-Bien, habrá que decírselo.
-Esperemos a que se hayan ido todos.
-¡Debería haber hablado! -repitió Bouville.
Lo torturaba el remordimiento por no haber seguido el primer impulso. «Si hubiera gritado la verdad ante todos los barones, si les hubiera presentado la prueba en aquel momento... Para ello hubiera sido preciso tener otro carácter, ser un hombre del temple del condestable, por ejemplo, y msobre todo no obedecer a su mujer cuando le tiraba de la manga...
-¿Cómo podíamos imaginar que Mahaut realizaría tan bien el golpe y que el niño iría a morir a la vista de todos?
-En el fondo -murmuró Bouville-, lo mejor hubiera sido presentar al verdadero, y dejar que se cumpliera el destino.
-¡Ah, ya te lo había dicho!
-Sí, lo confieso. La idea fue mía... y era mala.
Porque ahora, ¿quién los creería? ¿Cómo y a quién podrían declarar que habían engañado
a la asamblea de los barones, poniendo una corona sobre la cabeza de un hijo de nodriza? Su acto constituía un sacrilegio.
-¿Sabéis a qué nos arriesgamos si no guardamos silencio? -dijo la señora de Bouville-. A que Mahaut nos haga envenenar.
-Estoy convencido de que ella ha actuado de acuerdo con el regente. Cuando éste se limpió
las manos sucias por el vómito del niño, tiró el trapo al fuego. Lo vi...
Su mayor preocupación era su propia seguridad.
-¿Y el arreglo del niño? -continuó Bouville.
-Lo he hecho yo misma con una de mis mujeres, mientras tú acompañabas al regente -respondió la señora de Bouville-. Ahora lo vigilan cuatro escuderos. Por ese lado no hay nada que temer.
-¿Y la reina?
-He prohibido que se le hable, para no agravarla. Por otra parte, parece que su estado no le permite comprender. Y he ordenado a las comadronas que no se aparten de su lecho.
Poco después llegó de París el chambelán Guillermo de Seriz, e indicó a Bouville que el
regente acababa de hacerse reconocer rey por sus tíos, hermano y pares presentes. El consejo había sido breve.
-En cuanto a los funerales por su sobrino -dijo el chambelán-, nuestro sire Felipe ha decidido
que se hagan cuanto antes, a fin de no afligir al pueblo durante demasiado tiempo con esta nueva desgracia. No se expondrá el cuerpo. Como hoy es viernes, y no se puede inhumar en domingo, el cadáver será llevado a Saint-Denis mañana. El embalsamador ya está en camino. Os dejo, messire, porque el rey me ha ordenado que regrese en seguida.
Bouville lo dejó marchar sin añadir palabra. «El rey... el rey...», pensaba.
El conde de Poitiers era rey; un pequeño lombardo iba a ser llevado a Saint-Denis... y Juan I vivía. Bouville fue a reunirse con su mujer.
-Han reconocido a Felipe -le dijo-. ¿Qué va a ser de nosotros, con este rey que tenemos en
las manos?
-Hay que hacerlo desaparecer.
-¡Ah, no! -exclamó Bouville, indignado.
-¡No se trata de eso! ¡Estás perdiendo el juicio, Hugo! -replicó la señora de Bouville-. Quiero
decir que es necesario ocultarlo.
-Pero nunca podrá reinar.
-Al menos vivirá. Y tal vez un día... ¡Quién sabe!
-¿Y dónde? ¿A quién confiarlo sin despertar sospechas? En primer lugar, necesita el
cuidado de una madre.
-La nodriza... Sólo la nodriza nos puede servir -dijo la señora de Bouville-. Vamos a hablarle.
Estuvieron inspirados al esperar la marcha de los últimos barones antes de confesar a María de Cressay que su hijo había muerto, porque el alarido que ésta lanzó atravesó las paredes de la mansión. A quienes lo oyeron les dijeron que había partido de la reina. Ahora bien, Clemencia, aún en medio de su inconsciencia, se incorporó en el lecho y preguntó:
-¿Qué ocurre?
Hasta el anciano senescal de Joinville despertó de su sopor y se estremeció.
-Están matando a alguien -dijo-. He oído un grito como si degollaran a una persona.
Mientras tanto, María repetía incansablemente:
-¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!
Bouville y su mujer se vieron obligados a aferrarla, a brazo partido, para impedir que se
lanzara, fuera de sí, a buscarlo por el castillo.
Durante dos horas se esforzaron en calmarla, en consolarla y, sobre todo, en justificarse,
repitiendo cien veces explicaciones a las que ella no atendía.
Bouville podía asegurarle que no había querido aquello, que era la obra criminal de la
condesa Mahaut... las palabras se inscribían inconscientemente en la memoria de María, de donde surgirían más adelante; pero, por el momento, carecían de significado.
Dejó de llorar un instante, miró fijamente hacia adelante y luego, de repente, empezó a aullar
como un perro atropellado por un carro.
Los Bouville creyeron que perdía la razón. Agotaron todos los argumentos; gracias a este sacrificio involuntario, María había salvado al verdadero rey de Francia, al descendiente de una línea ilustre...
-Sois joven -decía la señora de Bouville-, tendréis otros hijos. ¿Qué mujer no ha perdido en su vida al menos un hijo de pecho?
Y le citaba los gemelos de Blanca de Castilla que nacieron muertos, y todos los pequeños
fallecidos de la familia real desde hacía tres generaciones. Entre los Anjou, los Courtenay, los Borgoña, los Châtillon, los mismos Bouville, ¡cuántas madres enlutadas que, sin embargo, acabaron siendo felices, rodeadas de una gran progenie! De los doce o quince hijos que una mujer traía al mundo era corriente que sólo sobrevivieran la mitad.
-Sin embargo, os comprendo -continuaba la señora de Bouville-. Es más duro tratándose del primero.
-¡No, no me comprendéis! -gritaba María en medio de los sollozos-. ¡A ése... a ése no podré reemplazarlo jamás!
El bebé que acababan de matar era hijo del amor, nacido de un deseo más violento y de una fe más fuerte que todas las leyes del mundo y todas sus obligaciones; era el sueño por el que había pagado el precio de dos meses de ultrajes y cuatro de convento, el regalo perfecto que se disponía a ofrecer al hombre que había elegido, la milagrosa planta en la que había esperado ver florecer, cada día de su vida, sus amores contrariados y maravillosos.
-¡No, no podéis comprender! -gemía-. A vos no os han expulsado de vuestra familia por un
hijo. ¡No, no tendré otro!
Cuando se empieza a describir la desgracia, a traducirla en términos inteligibles, es que ya
se la ha aceptado. Al desgarramiento, al aplastamiento casi físico, sucede lentamente la segunda fase del dolor; la contemplación cruel.
-¡Lo sabía, lo sabía que me esperaba la desgracia, cuando yo no quería venir!
La señora de Bouville no se atrevía a contestar.
-¿Qué dirá Guccio cuando lo sepa? -dijo María-. ¿Cómo podré explicárselo?
-¡No debe saberlo nunca, hija mía! -exclamó la señora de Bouville-. Nadie debe saber que el
rey vive, porque quienes han fallado el golpe no vacilarían en intentarlo por segunda vez. Vos misma os halláis en peligro, ya que estabais de acuerdo con nosotros. Es preciso que guardéis el secreto hasta que se os autorice a revelarlo.
Y susurró a su marido:
-Vete a buscar los Evangelios.
Cuando Bouville volvió con el grueso libro que cogió de la capilla, consiguieron que María
pusiera la mano sobre él y jurara guardar silencio absoluto, incluso con el padre de su hijo muerto, incluso en confesión, sobre el drama que acababa de desarrollarse. Sólo Bouville o su mujer podrían levantarle el juramento prestado.
En el estado en que se encontraba, María aceptó jurar todo lo que le pedían. Bouville le
prometió una pensión. Pero ¡qué podía importarle el dinero!
-Y ahora es preciso que cuidéis al rey de Francia, hija mía, y digáis a todos que es vuestro hijo -agregó la señora de Bouville.
María se rebeló. No quería volver a tocar al niño por quien habían asesinado al suyo. No
quería seguir en Vincennes; quería huir, a donde fuera, y morir.
-Estad segura de que moriréis pronto si abrís la boca. Mahaut no tardará en haceros
envenenar o apuñalar.
-Os prometo que nada diré. ¡Pero dejadme, dejadme partir!
-Partiréis, partiréis. Pero no dejéis morir a este niño. Bien veis que tiene hambre. Dadle de
mamar al menos hoy -dijo la señora de Bouville poniéndole en los brazos al hijo de la reina.
Cuando María apretó contra si al pequeño, se redobló su llanto.
-Cuidadlo, será como el vuestro -insistía la señora de Bouville-. Y cuando llegue el momento de entronizarlo, vos recibiréis grandes honores. Seréis su segunda madre.
No eran los hipotéticos honores prometidos por la mujer del curador lo que podía convencer a María, sino la presencia de aquella pequeña vida que tenía en sus brazos y a la que iba a
transferir, inconsciente, sus sentimientos maternales.
Posó los labios sobre la cabeza del niño y, con gesto maquinal, abrió su corpiño
murmurando:
-No, no puedo dejarte morir, mi pequeño Juan... mi pequeño Juan...
Los Bouville lanzaron un suspiro de alivio. Habían ganado, al menos por el momento.
-No ha de estar mañana aquí cuando vengan a llevarse a su hijo -dijo la señora de Bouville
en voz muy baja a su marido.
Al día siguiente, María, postrada y dejando que la señora de Bouville decidiera en todo, fue
llevada con el niño al convento de las clarisas.
La señora de Bouville explicó a la madre abadesa que la muerte del reyecito había debilitado la mente de María y que no debía tener en cuenta las locuras que pudiera hacer o decir.
-Nos asustó su estado; daba alaridos y no reconocía ni a su propio hijo.
La señora de Bouville exigió que la joven no recibiera ninguna visita, ni aún de hermanas ni novicias del convento, y que la dejaran tranquila, en el mayor silencio.
-Si alguien pregunta por ella, no lo dejen entrar y avísenme en seguida.
El mismo día, fueron llevados a Vincennes dos paños de oro con flores de lis, dos paños de
Turquía bordados con las armas de Francia y ocho varas de cendal, para el enterramiento del primer rey de Francia que se había llamado Juan. Y fue, efectivamente, a un niño llamado Juan, a quien colocaron en una caja tan pequeña que no creyeron conveniente transportarla en un coche fúnebre, sino simplemente sobre la albarda de una mula.
Maese Geoffroy de Fleury, tesorero de palacio, anotó en el registro el gasto de las exequias,
que ascendió a ciento once libras, diecisiete sueldos y ocho dineros, el sábado 20 de noviembre de 1316.
No hubo el largo cortejo ritual, ni ceremonia en Notre-Dame. Se dirigieron inmediatamente a
Saint-Denis donde se hizo la inhumación en seguida después de la misa. Al pie de la estatua yacente de Luis X, todavía blanca y con la piedra tallada recientemente, habían abierto una estrecha fosa; allí depositaron, entre los huesos de los soberanos de Francia, al hijo de María de Cressay, joven de la Isla-de-Francia, y de Guccio Baglioni, mercader de Siena.
Adán Héron, primer chambelán y maese de la casa real, se adelantó hasta el borde de la
pequeña tumba y, mirando a su dueño Felipe de Poitiers, exclamó:
-¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!
Había empezado el reinado de Felipe V el Largo; Juana de Borgoña se convertía en reina de Francia, y triunfaba Mahaut de Artois.
Solamente tres personas en el reino sabían que vivía el verdadero rey. Una de ellas había
jurado sobre el Evangelio guardar el secreto, y las otras dos temblaban sólo al pensar que dicho secreto fuera revelado.
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Los reyes malditos IV - La ley de los varones
Ficción históricaTodos los derechos reservados a Maurice Druon