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—¿Qué demonios es eso? —Emmaline miraba con horror las... las cosas que Shelayne tenía en las manos.

—Confía en mí —dijo Shelayne—. Son un poco gruesas, pero funcionales.

Las «Amargadas y traicionadas» la habían acompañado a comprar ropa, porque sí: iba a asistir a la maldita boda. Cada vez que lo pensaba, le entraban ganas de convertirse en la protagonista de El grito de Edvard Munch, pero así y todo, iría.

Sería peor no ir. Kevin pensaría que todavía no había superado lo suyo. Y Naomi podría regodearse.

Cuando Emmaline y Kevin se hicieron amigos, hacía mucho tiempo, los padres de ambos se habían sentido muy aliviados por que sus hijos hubieran encontrado a alguien. Cuando los padres de Em se divorciaron diez años antes (aunque seguían viviendo en la misma casa, ¿era o no una auténtica locura?), los Bates y los Neal continuaron cenando juntos el tercer sábado de cada mes. Y unos años más tarde fueron juntos a Alaska y poco después a París.

Eso significaba que los padres de Emmaline irían a la boda, lo mismo que su hermana. Y si ella no iba, había muchas posibilidades de que cualquiera de sus padres, siendo psicólogos como eran, acabaran analizando sus motivos frente a quienquiera que les preguntara.

Asegurarían que ella no había reunido la fortaleza emocional necesaria para emprender aquel doloroso viaje y poner fin a esa etapa. Su madre ya la había llamado tres veces esa semana para compartir sus pensamientos. Eso era capaz de acabar con cualquier determinación por fuerte que fuera.

Allison Whitaker, líder no oficial de las «Amargadas y traicionadas», había aprovechado la oportunidad de evitar la discusión sobre otro libro que nadie había leído organizando una excursión en masa al centro comercial.

«Amargadas y traicionadas» no era realmente un club de lectura. Como su nombre indicaba, para pertenecer tenías que haber sido pisoteada.

Allison, una pediatra sureña que había acabado en el norte, se había divorciado de su marido después de que él se consumiera con pasión por coleccionar cajas antiguas de galletas «sin ni siquiera haber tenido la decencia de ser gay, como el guapísimo Jeremy Lyon».

A Shelayne Schanta, la enfermera jefe de urgencias, la habían abandonado por su propia tía. El marido de Jeannette O'Rourke había dejado embarazada a una mujer más joven hacía ya algunos años. A Grace Knapton, que dirigía el grupo de teatro del pueblo y la función en la escuela, la había convencido un paquistaní que conoció en un chat de que estaba enamorado de ella, y no volvió a saber nada de él después de darle cinco mil dólares. Por supuesto, Grace no estaba realmente amargada por eso; de hecho, se reía de la experiencia. Pero tenía un don para hacer cócteles (sus Peach Sunrise eran increíbles) y deliciosas bolitas de queso, por lo que había sido admitida en el club sin una palabra en contra.

Era evidente que la asistencia de Emmaline a la boda del hombre que la había hecho ingresar en el club se había convertido en tema de conversación.

—Ya sabes lo que pienso que debes hacer —intervino Allison, arrastrando las palabras con su precioso acento de Luisiana mientras acariciaba un sujetador de encaje negro—. Ponle un poco de laxante en la bebida. Puedo recetarte uno bien fuerte, querida. O mejor todavía, trocea un jalapeño justo antes de la recepción y luego frótatelo en las manos así — movió las manos— y tócale los ojos. Sentirá el fuego del infierno.

—¿Cómo va a tocarle los ojos? —preguntó Shelayne—. Em, si pudieras hacer lo que sugiere Allison y ver su sufrimiento sería fantástico. Tuvimos un caso así en urgencias el año pasado. Fue muy gracioso. Bueno, por lo menos para las enfermeras.

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