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Allison permanecía quieta ante el patético armario de Em. La mejor pieza de su guardarropa era un jersey de cachemira que tenía un agujero en la manga, cortesía de Sargento, que trataba de recogerlo disimuladamente. Los pulgares de Allison volaron sobre su teléfono.

—Sí, Caroline está de acuerdo con mi opinión profesional.

¿Estaba bien que Allison estuviera consultando a su niña sobre ropa interior provocativa? Claro que Caroline estaba en la tercera edad de la infancia, pero aun así...

—Bueno, Harry no va a ver mi ropa interior —aseguró.

—Claro, claro —replicó Allison—. Eso dicen todas.

—¿Quiénes son «todas»? ¿Harry es un ligón? Dime la verdad.

—¡Cielos, no! Quizá podría habérmelo hecho con él si se hubiera insinuado. Harry fue mi mejor cita. Creo que incluso llamé a Charles para regodearme.

—¿Cómo está Charles? —preguntó Emmaline.

—Oh, bien. Seguramente nos reconciliemos. Ha dejado los tarros de galletas. Pero no se lo digas a nadie. Quiero poder echárselo en cara el resto de nuestra vida. Centrémonos en ti. El tanga. Venga. En la tienda de novias tienen ropa interior increíble. No me pongas esa cara. Te aseguro que su ex se ponía tangas todos los días. Mujeres así son las que dan mala fama a las sureñas. Y tienes que ponerte un vestido.

—No es una ocasión especial.

—Shhh... querida. Deja que sea tía Allison la que lo decida.

Así fue cómo, dos horas después, Emmaline estaba en su dormitorio cortando las etiquetas de un sujetador rosa de encaje y un tanga a juego que había comprado en la tienda de novias. Eran muy bonitos. Y pequeños. Se puso primero el sujetador. Picaba un poco, pero no estaba mal.

Y luego se probó el tanga.

No podía ser... ¿Las mujeres usaban eso de verdad? Debía habérselo puesto mal, porque ¡madre de Dios! ¡Era horrible! ¿Se suponía que el cordel tenía que...?

Se lo quitó, se acercó al portátil y buscó en Google: «Cómo ponerse un tanga». No, no se lo había puesto mal. Lo intentó de nuevo.

«¡Ay, estupendo!» Aquello era la versión de veinticinco dólares de una tortura china en forma de braga. Buscó el teléfono y llamó a Allison.

—Hola, Allison... es que...

—Te acostumbrarás —dijo su amiga sin molestarse en saludar—. Tardarás un par de semanas.

—¿Dos semanas? ¿Estás de broma?

—Querida, necesitas un tanga.

—Tengo prisa. Un niño se ha metido una pieza Lego de Darth Vader por la nariz y soy la única que está de guardia esta noche.

De acuerdo, el tanga era horrible..., eso estaba claro. Pero quedaba bien. Mucho mejor que las bragas de algodón a rayas moradas y naranjas (estaban de oferta) con un agujero en el lado que había comprado hacía tanto tiempo que ni se acordaba. Si iba a acostarse con Harry («despacio con eso, Em», le advirtió la parte más inteligente y menos lanzada de su cerebro), se merecía algo mejor que rayas moradas y naranjas. Y que un agujero en el costado. Se merecía encaje, zapatos de tacón y spray de Sicilia.

En realidad, el hecho de que ya se hubiera acostado con Harry era casi surrealista. La luna brillaba esa noche, las puertas de la terraza estaban abiertas, el mar susurraba en la orilla... y todas esas metáforas llenas de insinuaciones. Si él no se lo hubiera recordado, Em pensaría que lo había soñado, que era una fantasía inducida por el vodka casero.

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