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Las cosas son así.

Si vas a la boda de tu exprometido y si él se va a casar con una mujer que ha aparecido en dos ocasiones en la portada de la revista Fitness, intentas ponerte guapa. Haces cosas extrañas y exóticas como secarte el cabello al aire, incluso sin disponer del mágico spray adquirido en Sicilia, y cuando te encuentras que tienes los pelos como si hubieras metido los dedos en un enchufe, buscas a una doncella y le pides que te busque cualquier cosa que puedas utilizar.

El resultado final es que parece que te has echado un frasco entero de laca y que tu cabello puede romperse si te golpean en la cabeza. Luchas contra ti misma para meterte en la faja, odiándote por someterte a las presiones de la sociedad que ensalza ese tipo de prenda interior. Intentas maquillarte y se te corre el rímel, por lo que tardas otros diez minutos en limpiar el desastre y al final parece que te has pasado la noche llorando.

Introduces tus inocentes pies en unos zapatos que tienen unos tacones que parecen inventados por un inquisidor. Además de ponerte otra vez las pechugas de pollo crudas en el sujetador.

Y te pones un vestido que te hace sentir como si estuvieras esforzándote demasiado. Cosa que, por supuesto, estás haciendo.

Emmaline se miró al espejo.
Estaba rara.

Se oyó un golpe en la puerta.

—¿Estás preparada? —preguntó Harry.

Em suspiró, recogió el bolsito y abrió la puerta.

—Hola. Estás... ¿Has estado llorando? —se interesó él.

—No. Se me metió algo en el ojo. ¡Es verdad! No me mires así.

—Podemos saltarnos esto —dijo Harry—. Si te apetece nos vamos a tomar una buena hamburguesa con queso.

—¡Vade retro, Satanás! —Lo miró con reproche—. No podemos saltarnos esto. En cuanto a las hamburguesas con queso, podemos ir a un In-N-Out camino del aeropuerto dentro de solo veintidós horas y media.

Harry sonrió.

—Estás muy guapo, por cierto —lo halagó ella. Luego notó que se le
enrojecían las mejillas. Pero era cierto.

Llevaba un traje gris con una camisa blanca, y su sonrisa era tan luminosa como miles de bombillas encendidas.
Fueron casi los últimos en llegar a la boda, que se celebró sobre un césped que se extendía casi hasta el borde del acantilado. Las filas de sillas blancas —adornadas con rosas y metros y metros de tela blanca— estaban orientadas al mar, donde esperaba una juez de paz vestida con un llamativo color rojo. El cuarteto de cuerda estaba instalado en la parte delantera. Los padres de Em le hicieron una señal con la mano y Ángela formó la figura de un corazón con las manos.

Se sentía como si todo el mundo la estuviera mirando, aunque probablemente no fuera así.

Además, todos pensaban que estaba comprometida con el hombre que iba a su lado.

El cuarteto de cuerda comenzó a tocar algo lento y encantador. Bach, quizá, y la primera de las seis damas de honor apareció al final del pasillo. Todas iban vestidas con modelos ceñidos de color rosa pálido y sostenían ramos de calas blancas. Colleen era la última y más guapa de todas, y al verlos puso los ojos en blanco antes de seguir sonriendo de forma recatada. Después de todo, era demasiado buena para portarse mal. Y quizás ella tuviera buenos recuerdos de Naomi, independientemente de lo que le hubiera hecho a ella.

Luego aparecieron las encantadoras niñas de las flores —cuatro, con vestidos de tul blanco y cintas de color rosa— que esparcieron los pétalos de rosa.

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