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Harry Styles era un hombre feliz. Al menos en ese momento.

Después del encuentro en el suelo de la cocina —que por cierto, «¡sí!»—, llevó a Emmaline al cuarto de baño del dormitorio principal, abrió los grifos y lo volvió a hacer mientras la bañera se llenaba. La dejó allí para descorchar el vino y llevó una copa para cada uno. Luego se sumergió en el agua con ella, la recostó contra su pecho y se alegró muchísimo de haber elegido una bañera tan grande cuando construyó la casa.

Los únicos sonidos que se oían era el de las salpicaduras del agua si se movía alguno de los dos y el de la lluvia golpeando contra las ventanas. El cachorro entró e intentó beber de la bañera, lo que les hizo reír. Y si había algo que sonaba mejor que la risa de Emmaline, él no sabía qué era.

Ella tenía la piel cremosa y suave, y su cuerpo era sólido, fuerte y perfecto. Después de un rato, Em notó que él estaba excitándose y se dio la vuelta para ponerse frente a él. Lo hicieron allí mismo, en la bañera.

Ahora que lo pensaba, Harry sabía qué sonaba mejor que la risa de Emmaline. Era oír su nombre en su voz entrecortada, casi asustada; eso lo hacía sentir increíblemente bien.
Luego la llevó a la cama y la estrechó con fuerza. Notó su pelo castaño rozándole la mandíbula y su mano sobre el corazón. Ella se durmió en cuestión de segundos, pero él permaneció despierto, disfrutando de algo que hacía mucho tiempo que no disfrutaba.

Paz.

Su matrimonio había sido tumultuoso, jamás sabía qué versión de Hadley se iba a encontrar al llegar a casa al final del día. Los breves períodos de felicidad se habían cimentado en lo que creía saber, como cuando juzgaba un vino por su color y claridad pero descubría que se había convertido en vinagre. Después de pillarla con Oliver había llegado al límite, con sensación de fracaso y de soledad.

Y desde que los niños cayeron al lago, su mente había sido como un río después de una inundación bestial, habían pasado por ella, sin pausa, todo tipo de ideas peligrosas, afiladas. Surgían a toda velocidad y a veces chocaban contra él sin previo aviso.
Sin embargo, había algo más que dejarse llevar por la inercia, y por primera vez en mucho tiempo se sentía en paz.

Jamás habría adivinado que la poli malhablada que jugaba al hockey con él fuera la mujer adecuada.
Estaba equivocado.

Lázaro saltó a la cama y, un segundo después, Harry oyó su rancio ronroneo. Junto a Emmaline, nada menos. Incluso le gustaba a su gato salvaje.
No fue consciente de que se había quedado dormido hasta que oyó un ruido. Un sonido sordo.

¿Un trueno?

No.
Había alguien en la puerta.
Eran las dos y media de la madrugada.
Salió de la cama con cuidado, se puso los pantalones y se dirigió a la puerta. Era Pru. Eso no era buena señal.

—Llevo cuarenta y cinco minutos llamándote, inútil —le ladró su hermana—. A Pops le ha dado un ataque al corazón. ¡Date prisa, Harry! No tiene buena pinta.

Una inyección de adrenalina le atravesó de pies a cabeza. Agarró una sudadera del perchero y se la puso antes de correr a por la cartera y las llaves. Y el teléfono.
Dieciséis llamadas perdidas. Y un montón de mensajes de texto. ¿Por qué coño no lo había oído?

—¿Ha pasado algo?

Em estaba allí, con su albornoz y el pelo enredado.

—Han llevado a Pops al hospital —dijo Pru—. Un ataque al corazón.

—¡Oh, no! ¿Puedo hacer algo?

—Mi móvil estaba silenciado —dijo Harry con firmeza.

Em se llevó la mano a la boca.

—Harry, lo lamento. Lo silencié antes de...

«¡Por todos los demonios!» Eso era algo que haría Hadley, no Emmaline.

—Tenemos que irnos —le dijo—. Te llamaré más tarde.

No tenía tiempo para hablar de ello.
Su abuelo estaba muriéndose y él ni siquiera se había enterado.

                            *****

Todos estaban en el hospital, sentados en la sala de espera de urgencias, preocupados. Goggy estaba entre Honor y Faith; Abby lloraba silenciosamente en brazos de Ned; Carl, Levi, Charlie y Tom estaban a un lado, y la señora J tenía un brazo sobre los hombros de su padre.

Harry fue derecho a Goggy y se arrodilló ante su silla.

—¡Oh, Harry! —dijo ella, abrazándolo.

—Todavía no sabemos nada —murmuró Honor—. Jeremy sigue con él.

Al parecer, Pops se había despertado con un intenso dolor en el pecho que irradiaba hacia el brazo izquierdo. Era incapaz de hablar, y Goggy no perdió el tiempo: presionó el botón de emergencia que tenían todos los apartamentos de Rushing Creek y metió a su marido una aspirina infantil en la boca. El complejo tenía su propio servicio de ambulancias y tardaron menos de quince minutos en llegar al hospital. Goggy también había llamado a Jeremy, el médico de Pops, que estaba ahora con el cardiólogo.

—Has seguido todos los pasos adecuados —le dijo Harry a su abuela—. Como siempre.

—Empezó a gustarme el año pasado —lloró ella sobre su cuello. Harry la abrazó con más fuerza.

—Venga, venga —la acunó, con un nudo en la garganta—. ¿Sabes qué me dijo el otro día? Que eras el amor de su vida.

Goggy trató de sonreír.

—Claro que lo soy. ¿Quién más iba a aguantarlo?

—Hola a todos —dijo Jeremy desde el pasillo—. Ahora está estable. Elizabeth, quiere verte. John, ¿puedes acompañarme?

Su padre lo miró. Harry fue con él con el brazo sobre sus hombros mientras caminaban por el pasillo.
Normalmente, sus hermanas harían comentarios despectivos sobre el sexismo existente en la familia y lo llamarían «el principito». El hecho de que no lo hicieran fue horrible.
Nadie vivía para siempre, por supuesto. No es que no lo supiera, pero era impactante cuando esa verdad universal te afectaba a ti.

Con Pops era fácil tomárselo a broma, porque era un viejo gruñón, pero solo aparentemente. John Noble Styles Jr. Sentía un profundo amor por su familia y su tierra, su ética en el trabajo era espartana y también era bastante sentimental, aunque trataba de ocultarlo. Se le hacía un nudo en la garganta cuando veía a Harry vestido de marino. Ponía flores en todas las tumbas del cementerio familiar en los aniversarios de las muertes y cada mes de abril antes de bendecir la cosecha. Se le habían llenado los ojos de lágrimas cuando Faith y Levi le dijeron que iban a tener un bebé. Y el año anterior, cuando Goggy había estado a punto de morir en un incendio, el miedo a perder a su mujer casi lo había aniquilado.

Jeremy se detuvo ante una habitación y les hizo señas para que entraran.
Pops estaba pálido y macilento; tenía puesta una mascarilla de oxígeno. Si no hubiese sido por el pitido del monitor, Harry habría llegado a pensar que estaba muerto.

—Aquí estamos, papá —dijo su padre, tomando la mano del anciano. Vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Hola, Pops —lo saludó Harry.

Pops abrió los ojos. Hizo un débil gesto y Jeremy se inclinó y levantó la mascarilla.

—Estoy orgulloso de vosotros —susurró su abuelo, que miró a su padre y luego a él—. Muy orgulloso de mis muchachos.

Luego cerró los ojos de nuevo y el pitido del monitor se ralentizó.

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