Mi hija murio en su sexto cumpleaños

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No puedo describirte cómo me siento en este momento. Lo que estoy experimentando está tan desligado de lo ordinario, que casi me he convencido de que he perdido mi sanidad mental.

Casi.

Mi esposa, Bea, murió durante el parto. Era hermosa, graciosa, inteligente. Necia. Una mujer cuya risa era tan fuerte que comer en restaurantes se presentaba como un reto. Una mujer cuya mirada era tan penetrante que disparaba un temblor en mis manos. La perdí en el nacimiento de nuestra hija, Sam.

Claro que pude haber resentido a Sam. Por quitarme lo que una vez fue mío de una forma en la que nada más podría serlo. Por quitarme algo que era verdadera e intensamente puro. Pero no lo hice. Sabía que Bea nunca hubiera querido ningún resentimiento. No hubiera querido que nuestra única hija tuviera una vida estropeada por el odio.

Pero esto no es solamente un duelo. Esto no es sobre la manotada en la cara de perder, por siempre, algo que amé. Esto trata de algo más siniestro.

Mi hija era vivaz, siempre corriendo y gritando, yendo de arriba hacia abajo por los escaladores de juguete y causando estragos en sus clases. Así que, para su sexto cumpleaños, una salida al cine con sus amigos la dejó tan cargada de energía, que yo apenas podía seguirle el ritmo mientras se escabullía y evadía a los transeúntes de las aceras. Se giraba ocasionalmente, entre el mar de gente, y gritaba: «¡Papi, vamos!». Su tono casi era petulante. No podía resistirme a amarla.

Estaba demasiado ocupada viéndome cuando irrumpió en la calle, y el bus no tuvo tiempo de parar. Un crujido enfermizo, y el mundo entero se descaminó hacia el silencio.

Acuné su forma rota en mis brazos —muy entumecido como para llorar, muy adolorido como para moverme—. Lo único que podía sentir era el tibio líquido carmín impregnándose lentamente en mi ropa. Bajo el estado de shock en el que me encontraba, solo podía pensar en cómo haría para lavar mis pantalones. Suena repelente, lo sé; pero una pérdida como esa arranca todo lo que te constituye y te deja con nada más que los procesos mentales irreflexivos que nos hacen humanos.

La semana siguiente es un borrón. No puedo emparejar una sola memoria con una fecha, en medio de amigos y familiares extendiendo sus condolencias, y mis aulladores quejidos que podían explotar en cualquier momento. Atendí a su funeral y los eventos adquirieron su propio curso, mientras que yo había adoptado el papel de un moribundo que permanece a flote en el agua. Todos me querían decir cosas de Sam y de lo perfecta que era, de lo angelical que era; como si no lo supiera ya. Como si no me diera cuenta del regalo que mi hija fue.

Un hombre destacó del resto a medida que caminó hacia mí y me entregó un libro grande de cuero. Asumí, en el momento, que era el papá de uno de los amigos de Sam dándome una colección de sus fotos juntos. O quizá me encontraba muy adormecido como para procesar sus manos frías, y que nunca haya hecho mención de mi hija.

Por un mes, me perdí. Bebí y permanecí a solas en nuestro apartamento desocupado viendo DVDs antiguos. Fue solo cuando mi hermana llegó —cuando me sostuvo de las manos y me habló—, que comencé a salir de mi cascarón. Se sentaba y escuchaba las cosas descabelladas que le decía, persuadiéndome gentilmente a abandonar las conductas que contribuían a mi depresión. Funcionó lo suficiente como para que empezara a vivir de nuevo lo que casi era una vida real.

Fue por ese tiempo que abrí el libro. Había decidido que recordaría toda la alegría que Sam me había dado, y me había planteado rumiar sobre su vida sin sentirme miserable.

Abrí la primera página. Era, esencialmente, una carpeta llena de fotografías Polaroid de mi hija creciendo. Fruncí el ceño. No eran del todo nítidas y habían sido tomadas desde la distancia, estando yo en algunas de ellas.

Me comencé a sentir mareado, pero contaba con que las fotos subsecuentes proveerían alguna explicación. Me inventé excusa tras excusa de cómo el sujeto había podido obtener estas fotografías, desesperado por presenciar momentos en la vida de mi hija sin tener que trepidar. Las fotografías se acercaban hasta su sexto cumpleaños. Pude ver el día en el que le di su pequeña bicicleta luego de que cumplió cinco, y las rodillas raspadas que eso causó. El libro tenía tantas páginas, así que supuse que el resto estaría vacío.

Había una foto de Sam justo antes del cine en su sexto cumpleaños —pude reconocer mis manos en sus hombros y el impermeable rosa que ella insistió en usar—. No mostró ninguna fotografía del accidente. En su lugar, su vida continuó dentro del libro. Había una foto de nosotros en un jardín. Los dos estábamos cubiertos de pintura y había un lienzo inmenso en el suelo con un dibujo extremadamente desordenado. Su séptimo cumpleaños.

Su séptimo cumpleaños.

La realidad de lo que estaba viendo me golpeó a medida que cerré el libro. Me senté ahí, en la mesa de la cocina, prestando atención al cuero. «Esto debe de ser algún tipo de photoshop sádico —me conforté a mí mismo—. Alguien se tomó el tiempo para hacerme una broma repulsiva». Digo que solo trataba de confortarme porque, en sí, no podía razonar otra explicación. Si es que había otra.

Presionando mis dientes, decidí que no tenía nada que perder y seguí leyendo.

No puedo explicar las emociones que sentí al ver esas fotografías con diligencia, escuchando el sonido de los cambios de página. Su vida continuó, enmarcando el día que perdió un diente de leche, su primer día en la escuela secundaria... Recorría las páginas cada vez más frenéticamente, y empecé a notar algo: el fotógrafo se acercaba. Se acercaba a ella. Conforme crecía, el fotógrafo acortaba la distancia más y más. Mayor osadía, quizá.

Ella era hermosa. Impactante. De adolescente, se veía justo como su madre; puros rizos y sonrisas. Yo envejecí también, pero las fotos comenzaron a incluirme menos.

Su cumpleaños dieciséis fue extraño. Un grupo de sus amigos estaba sentado afuera; bebían de pequeños vasos plásticos en un picnic. Pero había alguien en el fondo. Cerca de los arbustos del parque en el que la escena fue capturada, se erguía una figura. No se hubiera notado de no ser por la pequeña sombra que desplegaba en el césped.

Me recliné un momento y exhalé. Esto era demasiado raro. Me había enfrascado tanto en apreciar a mi niña creciendo, que no me detuve a pensar en cómo acabaría la historia. Momentos como ese son tan irremediablemente surrealistas... a veces solo te quieres remover del asunto. Casi podía sentir que me estaba viendo a mí mismo escarbar en el libro como si fuera un sueño o un programa de televisión.

Continué.

La figura oscura se hizo más presente en las fotografías. Casi podía discernir sus facciones. Su presencia era sobresaliente, y quería que desapareciera cuando cambiaba de página. Pero, en su lugar, una vez que las fotografías se acercaron a su cumpleaños dieciocho —siendo cada cumpleaños anunciado por la frase «Otro año más» al pie de la Polaroid—, el escenario ya no era algo que reconociese.

Las fotografías fueron tomadas en una casa poco iluminada. Su rostro era atacado por el terror, y se montraban todo tipo de secuencias extrañas. A veces estaba vestida como una reina antigua, o quizá como una sirvienta trapeando pisos. La figura estaba más presente; sus piernas o brazo aparecían en todas y cada una de las fotos.

Sin importar cómo estuviera vestida mi hija, su rostro en las fotografías tenía una expresión de dolor tortuoso... Me agobiaba. Había moretones en su cara. Se veía delgada; enferma.

No quería seguir.

Era degradante. Propiamente degradante.

Mi hija.

La última fotografía que vi —antes de cerrar el libro abruptamente y jurar que nunca, nunca lo volvería a ver— fue de su cumpleaños dieciocho. La anotación en el pie de la Polaroid decía, con trazos descuidados: «¡Por fin!».

Ella veía directo a la cámara, llorando. Estaba arrodillada, ataviada con un vestido negro de gala. Una manzana en su boca y sus manos escondidas detrás de su espalda. Su maquillaje diluido por las lágrimas. Era como si me estuviera implorando que la ayudara, pero no podía hacerlo.

Cerré el libro y abandoné la habitación. Mi cuerpo entero convulsionaba al ritmo de mis sollozos.

No podía llamar a la policía; ella estaba muerta.

Lo que me mantiene despierto por las noches no es el contenido de lo que vi. Es que aún sobraran tantas páginas.

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