Capítulo 4: "I" es por Ideación

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Han pasado tres meses desde que la lápida cayó en la Tierra.

Yo tuve la idea de monitorear el objeto conforme se aproximaba a la superficie de nuestro planeta. Incluso desde la distancia, era intrigante. Caía en picada hacia la atmósfera con un ángulo de inclinación increíblemente agudo, pero sin evidenciar ningún cambio externo de masa. Incluso nuestros instrumentos más básicos nos decían que esto era algo diferente, algo más que un trozo convencional de desechos espaciales.

También fue mi idea inspeccionar el sitio de impacto, un cráter incandescente con alrededor de trescientos metros de diámetro, sepultado en la profundidad del desierto Mojave. Después de un vuelo corto, seguido de unas cuantas horas en vehículo, descubrimos que éramos uno de los primeros equipos de investigación que llegaron a la escena, y ciertamente fuimos el único dispuesto a descender por el cráter para examinar el meteorito desde cerca.

El aire aún estaba espeso por el polvo a medida que nos abrimos paso por la pendiente empinada y hacia la roca veteada de color azul que se encontraba al fondo. Descubrimos que era un objeto extraordinario; horrorosamente duradero y aparentemente ileso ante el impacto —el cual había destrozado la tierra a su alrededor—. La roca era la mitad de una esfera gigante. Su borde redondo tenía una textura rugosa y picada, equiparada por alguien de nuestro equipo con la escoria volcánica fresca. En cambio, la superficie plana era imposiblemente lisa. Una lápida nivelada y brillante de un tono azul ultramarino; su superficie perfecta solo era estropeada por un conjunto de marcas intrincadas.

Bastó un simple vistazo para que supiéramos qué era lo que estábamos viendo, pero necesitamos mucho más que eso para que nuestras mentes lo comprendieran. Los cortes en el rostro de la roca eran demasiado sofisticados como para haber sido causados por la erosión o los impactos aleatorios contra otros desechos espaciales. Su estructura, su complejidad y la instancia ocasional de repetición simbólica se sumaron para proponer una causa mucho más significativa, la primera evidencia de algo por lo que habíamos estado explorando el universo desde tiempos inmemoriales: intención e inteligencia.

El mundo se nos avecinó durante las siguientes semanas. Reporteros, turistas, aficionados, teóricos de la conspiración. El Gobierno estableció un perímetro, y le tiraban un acuerdo de confidencialidad empastado a todos los que estuvieran a kilómetro y medio del sitio de impacto. La única razón por la cual nosotros no recibimos nuestras órdenes de desalojo fue debido a la pericia que demostramos desde un comienzo, antes de que el resto de los científicos pertinentes se presentaran.

Mi idea más grande fue la propuesta que llevé ante el equipo unos días más tarde, en cuanto a lo que podían representar esas marcas crípticas. Noté que algunos de los garabatos, localizados en la parte izquierda inferior del rostro de la roca, estaban acompañados por una serie de puntos secuenciales, con cada grupo incrementándose de uno en uno. Mi equipo teorizó que estos puntos —y, por ende, los símbolos adyacentes— constituían números. Desde ahí, la teoría maduró rápidamente. Apenas cinco días más tarde después de que la lápida extraña azotó la tierra, la comunidad científica se dio cuenta de qué era lo que estábamos viendo: una piedra de Rosetta intergaláctica, la cual traducía un lenguaje alienígena al dialecto universal de la lógica y las matemáticas.

Entonces la tarea de encontrar el significado de los grabados evolucionó en un esfuerzo global. El resto de los garabatos mantenían una progresión lógica, partiendo desde los cálculos más simples, hasta descontrolarse en un léxico dinámico que nos esforzamos meticulosamente por comprender. El lenguaje era eficiente, pero descriptivo, combinando declaraciones cualitativas y cuantitativas de una manera en la que ninguna lengua humana sería capaz de hacerlo.

Alrededor de un mes después de nuestro descubrimiento, finalmente comprendimos lo que la lápida estaba tratando de decir.

Nos contaba una historia.

La historia de una especie enterrada en los confines del pasado, en la profundidad acentuada de los reinos más distantes del cosmos. Una criatura sin forma, enclavada dentro de las tormentas eléctricas vastas de una nébula inverosímil. La lápida resumía cómo cada descarga eléctrica, cómo cada interacción entre cada partícula dentro del titán gaseoso tenía una función semejante a las sinapsis y los neurotransmisores de una mente grandiosa. Un ecosistema de ideación, suspendido en la negrura amplia del espacio.

La especie que evolucionó en este ambiente complejo no habitaba el mundo físico tal como nosotros lo percibimos. Existía como una abstracción de sí misma. Como un concepto de su propio ser. En un sentido menos exacto, pero mucho más directo, eran organismos de ideas conscientes.

Fue una científica paranoica quien sugirió que la criatura podría propagarse a sí misma de la misma forma que otras ideas: a través de la traducción y la comprensión. Para cuando nos dimos cuenta de que tenía razón, del truco del cual fuimos víctimas, ya era muy tarde.

Unas cuantas semanas luego de este descubrimiento inquietante, los síntomas de la ideación comenzaron a surtir efecto. Inició con el presentimiento remoto de que algo estaba presente, ocultándose en alguna preocupación, en algún recuerdo latente, en alguna fantasía. Existiendo infinitesimalmente en el extremo más distante de la mente.

La criatura se esfumaba tan rápido como llegaba, desapareciendo por días consecutivos, hasta que te la encontrabas una vez más en otro rincón de tus pensamientos. Cada vez que la veías, era más grande. Y cada vez que te percatabas de ella —cuando recordabas tu décimo cumpleaños y la encontrabas gestándose en el trasfondo de una memoria atesorada—, se escabullía para ir a crecer en alguna otra parte.

Dentro de poco, se vuelve evidente que no existe nada que puedas hacer. Ninguna noción dañina la lastimará, ningún pensamiento de fuego calcinará la influencia que ha plantado en tu mente. De hecho, pensar en ella solo empeorará las cosas. Los únicos científicos que se liberaron verdaderamente de la criatura fueron los que salpicaron su materia gris por las paredes de sus hogares.

Ellos fueron los valientes.

Desafortunadamente, yo no soy uno de ellos.

Han pasado tres meses desde que el meteorito cayó en la Tierra. Ahora, la idea que se nos impartió se ha inflado y ha madurado. No puedo evocar ningún pensamiento sin que una parte de la criatura merodee la escena. Su presencia misma derrama un dominio sutil, hasta que ya no puedo desenredar su voluntad de la mía. Hasta que ya no puedo detectar en dónde terminan mis pensamientos y en dónde comienzan los suyos.

La criatura no es mala. No tiene ningún fin malévolo. Simplemente desea lo que todo organismo viviente busca:

Supervivencia por medio de la propagación.

Ya no sé qué ideas son mías. De hecho, no estoy seguro de por qué escribí esta historia.

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