La cafetería

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Nosotros veíamos los mismos rostros yendo de paso cada día, mi leal esposa y yo. Espectros de caras pálidas y macilentas deambulando por nuestras ventanas. Su habla distorsionada casi fantasmagóricamente. Enseñaban letreros, aunque la mayoría convergían en mensajes similares: «Trabajaré por comida», «Aliméntame», «¿Tienes cambio?». Cómo no se podía sentir pena por los méndigos y vagabundos de las calles cuando administrabas una respetada cafetería familiar.

Con sus rostros mugrientos, supusimos que no podríamos alimentarlos gratuitamente; entonces los clientes habituales demandarían el mismo trato, al ser este tan injusto. Pero, al mismo tiempo, tampoco podíamos dejarlos a que se pudrieran. Teníamos que ayudarlos. Vimos de nuevo la fotografía de nuestro hijo, quien fue a la guerra y su cuerpo nunca fue recuperado, y así es como la idea aterrizó.

Al día siguiente, cuando la noche llegaba a un paso lento, dejamos entrar a un hombre. Se introdujo como Fernando. Fernando era una de esas personas que había estado durmiendo en callejones y en las afueras de la ciudad por años luego de que fue desahuciado y perdió su hogar, incapaz de proveer para sí mismo por la inestabilidad económica nacional. Ordenó costillas de res, la especialidad de la cafetería.

En la cocina, en tanto mi esposa preparaba la comida del hombre, ella me preguntó si lo que hacíamos estaba bien —nuestro método, si esa era verdaderamente la forma de guiarlos—. Luego de una larga discusión, le aseguré que Fernando estaría agradecido.

Sus ojos destellaron en cuanto trajimos el platillo, y comenzó a devorarlo ávidamente. Era alguien muy hambriento; nos preguntamos cuándo habría sido la última vez que tuvo una comida decente. Su boca se veía casi mecánica por la forma veloz en la que mordía y masticaba cada bocado. En medio de una pequeña sonrisa, nos agradeció por la maravillosa cena. Le sonreímos de vuelta, por cortesía más que otra cosa.

Se desmayó y, horas más tarde, fue declarado muerto por las autoridades. Lo encubrimos bien. Después de todo, resultó que el hombre tenía una enfermedad terminal y pudo haber muerto cualquier día. Un toque de suerte ahí.

El secundo. El tercero. El cuarto. Todas esas almas en pena que fueron acalladas. Lejos del sufrimiento de las calles, de la enfermedad y de la hambruna.

Sin embargo, nuestros esfuerzos fueron paralizados luego de que recibimos cierto cliente. Hasta el día de hoy, nos resulta difícil suprimir la memoria que nos tormenta por lo que hicimos esa noche.

Nos dijo que su nombre era Rafael. Era un hombre bastante desarreglado, vestido en ropajes sucios hechos jirones. El solo observar al pobre desgraciado era desagradable para la vista. Le dimos un gran platillo de filete y, como el resto, no pareció notar que fue untado en veneno.

Vaya que lo amó. Nos dijo que le recordaba a la receta de su mamá. Sonreímos en unísono y esperamos. Esperamos, y pronto el efecto llegó mientras vimos sus ojos cerrarse por última vez.

Lo movilizamos a un par de kilómetros, en donde fue declarado muerto. Hasta ese momento, nunca llegaron a sospechar nada de nosotros, al menos no hasta que nosotros mismos nos entregamos.

Aparentemente, el hombre sufría de amnesia tras un accidente de muchos años atrás. El médico forense dijo que el vagabundo utilizaba una placa de identificación militar alrededor de su cuello, y mi corazón dio un vuelco cuando se nos revelaron sus datos. Al principio me sentía confundido, pero luego me relampagueó, pues descubrimos que nuestro pobre y querido hijo nunca murió en la guerra después de todo.

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