Mi hermana fue asesinada y no se calla al respecto

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De niñas, mi hermana Cassie y yo no sabíamos que éramos diferentes. ¿Cómo podríamos? Pasábamos todo el tiempo en casa. Nuestros padres nunca nos dejaban jugar afuera. Decían que era para nuestra protección. Recuerdo a mi padre delineando claramente todos los horrores del mundo más allá de la puerta: animales despiadados, hombres peligrosos, enfermedades mortales. Cada día enfatizaba una nueva razón de por qué no nos podíamos aventurar afuera de las paredes de la casa. Me di cuenta de la verdad mucho más tarde. Estaban avergonzados de nosotras.

Cassie y yo éramos muy apegadas, literal y metafóricamente. Pasábamos cada momento juntas. He leído que otras gemelas son de esta manera con frecuencia, pero nosotras éramos más que eso. Nos despertábamos al mismo tiempo, cerrábamos los ojos para dormir al mismo tiempo. A veces soñábamos los mismos sueños. Leíamos libros al mismo ritmo. Nuestros padres decían que éramos anormalmente apegadas. Esto no tenía sentido para nosotras en aquel tiempo.

Cuando jugábamos, uníamos dos juguetes desde la cabeza —varias rondas de cinta adhesiva transparente oscurecían sus rostros—. Dentro de poco, todos nuestros juguetes habían sido emparejados. El cerdo de peluche había sido pegado al cocodrilo. La muñeca de porcelana había sido unida al dinosaurio de plástico. Cassie y yo incluso llegamos al punto de pegar nuestras almohadas. «Para que nunca estén solas», le dijimos a nuestra madre iracunda.

A pesar de nuestro vínculo, Cassie y yo éramos muy diferentes. Yo estaba perfectamente a gusto con obedecer todas las reglas de nuestros padres, aunque numerosas. Cassie, por el otro lado, odiaba las reglas. Incluso las más pequeñas —como insistir en que debíamos lavarnos los dientes por la noche— la arrojaban a un berrinche. Me gustaban los vestidos que mi madre hacía para mí, pero Cassie desgarraba los suyos con sus dientes. Cassie tampoco se comunicaba por un canal verbal. No era su culpa, simplemente no podía hacer que su boca se moviera de la misma manera que la del resto de nosotros. Esto no significaba que no se podía comunicar. De hecho, Cassie y yo hablábamos constantemente. Siempre en nuestra mente.

«Qué asco, odio las bananas», me dijo una mañana que nuestra madre nos servía el desayuno.

«Cállate, Cassie».

Me giré y le sonreí a nuestra madre:

—¡Gracias por el desayuno!

Cassie gruñó debajo de su aliento. «Qué lamebotas eres. Somos prisioneras aquí y los tratas como ángeles».

«¡Son nuestros padres!».

Mi madre podía ver que estábamos discutiendo en nuestra cabeza. Pero nunca hizo un comentario sobre ello. Creo que no quería saber lo que estaba pasando entre nosotras.

Cuando éramos más jóvenes, noté que Cassie y yo no nos veíamos como los niños de los libros. Esos niños estaban solos. Pero Cassie y yo siempre estábamos juntas. Le pregunté a nuestro padre sobre ello y me dijo que nosotras teníamos una condición, pero que separarnos pondría en riesgo nuestras vidas.

«Él preferiría que me muera», susurró Cassie en mi oído.

«¡Por supuesto que no! ¡Te ama!».

Pero no lo hacía. Yo estaba al tanto de esto en secreto. Nuestros padres no hacían mucho para esconder el hecho de que me favorecían. Veían a Cassie como un peso muerto. Y a medida que crecíamos, debo admitir que comencé a entender su opinión. Ella era difícil. Siempre estaba molesta por algo. Además, ella era la razón por la que no se me permitía salir o tener amigos.

Cerca de nuestros doce años de edad, nuestros padres empezaron a dejarnos usar la computadora. Se suponía que sería para nuestros estudios, pero cuando estábamos solas, buscábamos cosas por nuestra propia cuenta.

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