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— ¿Si que? —pregunta sin vacilación.

— Ha sido este el dedo que he usado —digo confundida.

— Dilo todo.

— Ha sido este el dedo que he usado para masturbarme —cuando las palabras salen de mi boca, me excito tanto que me libero con fuerza de Christian y tiro por su camiseta mientras retrocedo, obligandolo a que me arrincone contra la pared de la cocina.

— Quiero comerte el dedo que ha echo que te hayas corrido hoy... —dice mientras vuelve a meterse el mismo dedo en la boca.

Que sucio puede llegar a ser mi marido. Que sucio, que erótico... que embriagador. Me aprieta más contra la pared hasta que no queda ni un milímetro entre nuestros cuerpos, y yo me siento aprisionada. Y eso me encanta.

— ¿Sabes lo que vamos a hacer ahora, Ana? Vamos a bailar un tango, y vamos a bendecir esta pared —dice cuando se ha sacado mi dedo de la boca.

— ¿Un tango? —digo confusa, tratando de adivinar si mi excitación ha echo que no entienda sus palabras.

— Si, un tango; rápido, intenso y mortal.

Cuando entiendo lo que quiero decir, las comisuras de mis labios se elevan en una pícara sonrisa y siento que está a punto de arroyarme una ola gigante.

— Bailemos, pues —le susuro al oído, mientras me preparo para el baile que viene.

Cuando hemos acabado de bailar, miro distraída de nuevo las paredes de la cocina. ¿Siempre han sido estas paredes tan inmaculadas, tan llenas de vida, tan resistentes? En ese momento, me acuerdo de una frase que leí en un libro de Kate:

<< La perspectiva varía según la posición. >>

Ahora las paredes se veían diferentes. Gracias a la posición, desde luego. Y nunca mejor dicho.

Con estes pensamientos en la cabeza me duermo, mientras en sueños veo a un niño de ojos grises que coge en brazos a un perro callejero. Y que me sonrie.

Cincuenta sombras renacidas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora