// CAP 7 //

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Los pitidos constantes, el techo blanco, gris por la suciedad, y los dos fluorescentes parpadeantes que iluminaban la habitación me ayudaron a deducir que me encontraba en un hospital. Tenía una vía conectada por el reverso del codo, pero no la notaba.

Estaba confuso y mareado y sentía que todo el mundo me estaba aplastando como a una ínfima cucaracha.

— Parece que ya estás despierto— dijo una voz femenina conocida.

La chica de antes estaba sentada en un sillón en el lado opuesto de la camilla donde yo descansaba. Su tono de voz era distinto, ni iracundo ni devastado, sino empático, parecía que tenía lástima por mí.

¿Sino por qué iba a estar esperando a que despertase?

Se levantó y salió por la puerta. No entendí ese gesto hasta que volvió con un médico. El hombre llevaba una bata blanca, un estetoscopio alrededor del cuello y sobrepasaba los cincuenta.

— ¿Podría decirme su nombre por favor?— dijo el señor dirigiéndose a mí, agarrando un bolígrafo y un papel impreso que guardaba en su carpeta.

— Andréi Freight

Lo apuntó.

— ¿Edad?

— Veintidós

— ¿Tiene algún familiar al que podamos llamar?

— Mi hermana vive ahora en Estocolmo.

— Bien— terminó de rellenar algunos puntos de su hoja para dejarla a parte y sentarse en los pies de la cama— ¿tiene usted una pareja sexual habitual?

— ¿Por qué me pregunta eso?— traté de evitar la pregunta ya que la chica seguía presente, mirando la escena mientras se mordía las uñas.

El médico suspiró como hacía cuando las noticias no eran positivas.

— Te hemos hecho análisis de sangre y hemos detectado un gran número de anticuerpos contra el VIH.

Es de esos momentos cuando el calor se apodera de tu piel, cuando pisas el borde del mundo con temor a caerte en la nada y desaparecer para siempre y sin rastro.

— Eres seropositivo.

Esa confirmación evadió la minúscula esperanza de que mis oídos me hubieran engañado tratándose de una broma pesada.

Mis sentimientos eran tan variados, tan confusos y fuertes, que me quedé en shock. Me quedé mirando un punto perdido entre el señor de la bata blanca y el enchufe de la pared opuesta.

Fue entonces cuando de verdad, perdiendo toda esperanza de la inocencia de Cane, ni mi corazón ni mi consciencia pudieron más, y mis ojos empezaron a filtrar todo el dolor en un llanto desesperado, furioso, impotente.

— ¡Hijo de puta!— traté de gritar.

— Lo siento señor, pero yo no tengo la culpa.

Ignoré su comentario, pues no me era precisamente transcendental hacerle saber que no era dirigido a él.

— Está usted padeciendo de SIDA, cada persona es afectada de una manera distinta— llegados a ese punto mis oídos se habían cerrado y mi consciencia vagaba por el lugar como un fantasma perdido— tendrá que ir a ver a un proveedor de atención a la salud para ver qué medicamentos le son más apropiados. Le dejaré el número de uno de confianza. Tiene aquí un informe de la analítica, mi receta y un número de apoyo para afectados como usted. Debe empezar el tratamiento lo más pronto posible, es muy importante.

Dejó una tarjeta en la mesita de noche plástica y se me revolvió el estómago. Pensé en él. En Cane. O en como quiera que se llamase.

— Me llamo Delphine— inició la conversa cuando el médico había desaparecido— por si tenías curiosidad.

— Andréi— le dije desganado

— Andréi Freight.

— ¿Porque aún sigues aquí?

— Yo también soy seropositivo. En mi adolescencia era algo descuidada y de poca voluntad, y cuando me pedían prescindir del condón— suspiró— que ingenua fui. Lo pasé muy mal al principio. Luego te acostumbras, Pensé que nadie me amaría, porque nadie me daba la oportunidad de conocerme, al escuchar que tenía SIDA se echaban para atrás. Entonces le conocí a él. Elegante como era, perfeccionista y minucioso, atractivo como ninguno, Y me enamoré perdidamente. No podía decirle de lo que padecía o se echaría para atrás. Así que siempre me mediqué con cuidado de no ser descubierta, usaba siempre preservativo y tenía mucho cuidado. Vivía en un mundo rosado que no había experimentado jamás.

Me sentí triste. Mal por ella, mal porque yo también había catado el rosa a su lado.

— En el momento más inesperado, se arrodilló y me pidió matrimonio. Y yo caí a su lado para firmar el contrato de la vida rosada. "Nos vamos a casar, mañana tomarás la píldora" me dijo una noche en la que yo volvía algo mareada por el vino y los chupitos de hierbas. Cometí un gran error; dejarme llevar. Tuve cinco orgasmos esa noche, cinco— enfatizó— y él cogió el VIH. A la mañana siguiente le conté el tema de la enfermedad, y se volvió loco. Me gritó y me tiró de los pelos. Me dio una bofetada y se marchó iracundo. Lloré todo el día y toda la noche. Al día siguiente me suplicó perdón, que le dolía hacerme daño, que se había descontrolado. Como ingenua enamorada que era le creí. La prueba le marcó positivo, mas el virus nunca se mostró. Cada vez estaba más distante sin embargo. Después del incidente las cosas fueron a peor— no soltaba lágrima, su rictus amargo e impenetrable no dejaba ver ninguna emoción, y sus ojos estaban fijos en un punto del suelo— él me pegaba, pero yo le amaba, y lo aguantaba. Me maquillaba los morados, me ponía bufandas y mangas largas. Nunca llegué a comprender cómo un hombre tan encantador, elegante como él era y cariñoso al principio pudo convertirse en lo que es ahora. Ya no sé si alguna vez me quiso, aunque fuese un poquito.

Quería abrazar a esa mujer. Pero mi cuerpo no respondía.

— Tengo direcciones. La de sus otras conquistas.

Me miró a los ojos

— No podemos dejar que cause más dolor ese cabrón de mierda.

— Está bien— accedí.

ÉlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora