Prólogo

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—Pobre niña, tendrá que quedar bajo el cuidado de su padre.

Fueron las palabras más duras que la pequeña Agnes escuchó aquella tarde, en la que el cielo de Lasswade había sido cubierto por un manto de nubes grisáceas que pronto desataron una lluvia. La casa de los Mackenzie estaba irreconocible, el fulgurante sonido del arpa en las manos de la madre de Agnes se había apagado la noche anterior. Y la gran mayoría de la población de Lasswade se encontraba reunida en el pórtico de aquella hermosa casa que había sido heredada generación tras generación, para dar consuelo a la familia Mackenzie, una de las familias fundadoras. La mujer que minutos atrás había hecho aquel comentario tan torpe a espaldas de la pequeña Agnes, ahora se encontraba en la habitación donde el cuerpo inerte de Marie descansaba, la madre de Agnes. La mujer empezó a abrir las ventanas de la habitación, recorrió las cortinas y por último tapó con mantas los espejos que había en la casa de los Mackenzie. Cuando terminó, se detuvo frente al cuerpo de Marie que estaba recostado sobre la cama, vestida con un largo vestido blanco y florecillas amarillas cortadas de las montañas por la propia Agnes, que seguía sin comprender que hacía toda esa gente en su hogar y por qué veían a su madre dormir.

—Perdón, Marie. Perdón por no ser la hermana que querías tener, sé que una parte de ti puede escucharme...y necesito tu perdo...—el habla de la mujer se vio frustrado al llenarsele los ojos de lágrimas.

Carlton Mackenzie era un hombre de edad avanzada, cabellos escasos y blancos en su totalidad, que caminaba con el porte de un hombre que imponía su presencia en cualquier circunstancia. Entró a la habitación donde una de sus hijas estaba recostada muerta en la cama y su otra hija de pie llorando, todos esperarían una escena de melancolía donde Carlton abrazara a su hija para darle consuelo, pero fue mucho más duro. Estrelló con fuerza su bastón en el suelo de madera, para que su hija notara su presencia, y eso fue suficiente para que la mujer saliera de la habitación enjugandose las lágrimas. No se despidió de su sobrina Agnes, porque la pequeña no sabía que tenía una tía. Carlton Mackenzie observó el cuerpo de su hija favorita, su hermosa hija Marie que ahora no volvería a tocar la gaita o a sonreír cuando corriera por las colinas llenas de flores en Lasswade. Su mentón se tensó y levantó el vaso de cristal para darle un trago largo a su whisky, brindando frente a su hija para luego salir de la habitación.

James Mackenzie, el padre de Agnes y ahora viudo, era un hombre originario de Manchester, que llegó a Lasswade solo para casarse con la joven Marie y adoptar su apellido, por la fuerza histórica y por el capricho de Carlton Mackenzie. Se quedó en el umbral de la casa donde había vivido siete años con Marie, teniendo entre sus brazos a la pequeña Agnes de tan solo seis años de edad.

Agnes comprendió que su madre no dormía cuando toda la gente empezó a dispersarse, y cuando su abuelo Carlton habló con hombres vestidos de negro para que entraran a la habitación y tomaran el cuerpo de Marie para ponerlo dentro de féretro. El pequeño corazón de Agnes se rompió en medio de la realidad, abrazándose a las piernas de su padre y rogándole que impidiera que esos hombres llevaran a su madre al mausoleo familiar en el cementerio Long Green a las afueras de Lasswade. James no podía soportar ver los ojos de su única hija llorar, le hacia quebrantarse y no podía más que abrazarle e intentar el consuelo mutuo a través de sus abrazos.

A la mañana siguiente el Sol se elevaba sobre el cielo de Lasswade, atrás había quedado ese día lluvioso, como una mala pesadilla de la que despertamos llenos de entusiasmo y valoración. Pero la pesadilla continuó para Agnes, cuando su padre James la despertó y le indicó que todos sus amigos estaban ahí para despedirse de ella. Los ojos hinchados de Agnes se pusieron más rojos cuando se soltó a llorar de nuevo, aferrándose a su cama. Pasaron cerca de cinco minutos antes de que Agnes pudiera levantarse de la cama, abrazada a una vieja muñeca de trapo que su abuela le regaló antes de morir, caminó descalza hasta la entrada de su casa. Ya no había personas adultas llorando y dándole abrazos a su padre y a su abuelo Carlton, ahora había niños con sonrisas de entusiamo esperando ver a Agnes, esa niña de portaba un ángel en sus espaldas y que lograba alegrar el día de cualquiera.

—Voy a extrañarte. —la voz infantil de Evander fue lo primero que Agnes escuchó, el niño retrocedió un par de pasos al decirlo, dando espacio al resto de niños que habían llegado.

Agnes no le prestó demasiada atención al niño, porque estaba ocupada despidiéndose entre lágrimas de sus mejores amigas. Niñas de sonrisa perfecta en las que resaltaba su inocencia y bondad, abrazándose con tanta fuerza que podrían haberse roto algún hueso. Hablaban sobre que se enviarían cartas, aunque no sabían escribir del todo bien, sobre visitarse en vacaciones aunque Agnes no había mencionado a donde iría porque no lo sabía. La mirada de Agnes se entristeció todavía más cuando no pudo ver a su mejor amiga ahí, Nimue no había aceptado ir a despedirse de Agnes, seguía molesta con ella por algo que Agnes ignoraba.

—Ness...—pronunció su padre para llamarla y Agnes entendió que se refería a que ya debían irse.
—Quiero una foto con ellos papá, son mis amigos.

No tuvo que rogar demasiado, James entendía lo difícil que debía estar siendo todo aquello para una niña de seis años y accedió al instante. Sacó su cámara instantánea y esperó a que el revuelo de niños se pusieran quietos, sentados en los peldaños de la casa de los Mackenzie, con Agnes al cetro, y tomó la fotografía. La última fotografía que Agnes tendría de sus amigos en Lasswade y no estaba su mejor amiga Nimue.

Agnes llevaba la cabeza agachada, con sus cabellos revueltos y su pijama holgada, a punto de subir al auto de su padre. Cuando la voz risueña de Nimue atrajo su atención, la pequeña rubia no era tan malvada como para no despedirse de su amiga Agnes.

—¿Amigas? —preguntó Nimue antes de estirar su mano hacia Agnes, para entregarle una pulsera con un dije que llevaba grabado el nombre de ambas.
—Amigas. —respondió Agnes llena de alegría, abrazando a Nimue.

La sonrisa de Agnes se fue apagando conforme las luces del aeropuerto de Manchester se acercaban más a la ventanilla del avión en el que iba con su padre. Pasó su mano una y otra vez sobre el dije que Nimue le había regalado, esperando un cambio de decisión por parte de su padre, pero el avión hizo su aterrizaje y Agnes dejó atrás al pueblo de Lasswade y con ello a todos los que una vez la conocieron.

Lasswade TaleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora