(7) Seis Alas

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La figura tenía más de estatua que de ser humano. Todo él era del mismo blanco refulgente que la pluma, tanto su piel como su cabello, que le caía sobre la frente en mechones irregulares. No respiraba. Mera tampoco; un nudo violento de emoción en la garganta se lo impedía. Cuando por fin pudo tomar aire, estuvo a punto de echarse a gritar.

¡Una persona! ¡Una persona de verdad! Su mente corría frenéticamente de una pregunta a otra.

¿Quién es?

¿Está bien?

¿Es real?

¿Qué hace aquí?

¿Qué le ha pasado?

Con delicadeza, se inclinó adelante y rozó una de las alas plegadas con el dorso de la mano. Era el mismo tacto de la pluma, tan suave y liso como acariciar un cristal. Sin embargo cada pluma estaba fijada en su lugar, rígida e inamovible. Una escultura de hielo tibio. Un sueño hecho materia, pero todavía incompatible con la realidad. Mera se asomó al hueco entre las alas por el que asomaba el rostro del muchacho. Si Mera hubiera sabido calcular la edad de la gente por su aspecto, le hubiera echado unos veinte años. Pero Humblebee se había asegurado de mostrarle más ilustraciones que fotografías de personas. Cada detalle del joven inmóvil era nuevo y fascinante para ella.

Tenía la frente alta y los pómulos marcados, una cara esbelta y la expresión de paz del sueño más profundo. O de la muerte. Mera se inclinó y buscó su aliento con la mano. No había nada. Se le encogió el corazón; este chico debía llevar aquí por lo menos una semana, desde que ella encontró la pluma. Si le hubiera encontrado antes, quizá aún estuviera vivo. Se retiró y, con una necesidad primaria de hacer algo para honrarle, sacó la pluma de su bolsillo y la dejó sobre el rostro inerte. Una tristeza nueva, el dolor del duelo, le subía desde el estómago. Mera derramó lágrimas amargas y silenciosas por este joven.

Cuando la pena se fue apagando un tanto, se enjugó las lágrimas con las manos y empezó a pensar en qué hacer. Aunque le pesaba el corazón, había tenido tiempo de recobrar fuerzas. Por la mañana tendría que explicarle todo al doctor. Se enfadaría, pero dejar aquí el cuerpo de este chico... simplemente no estaba bien. Fuera quien fuera, el doctor se ocuparía de él.

Las alas estallaron en un frenesí de movimiento. Apenas quedaba sitio en la entrada de aire, pero ocuparon cada centímetro, cada porción de espacio que les rodeaba. Lo que no eran alas era Mera y lo que no era Mera era él. El joven alado. Si había habido alguna duda, ahora era obvio que las alas eran suyas. Y él estaba en pie, aparentemente sin haber atravesado ninguna fase intermedia entre estar caído e incorporarse. Su torso pálido estaba desnudo. Tenía los ojos entreabiertos, pero parecían ciegos, vacíos. Sin embargo, Mera se dio cuenta de que era solo porque eran del mismo blanco inmaculado que todo él.

Mera estaba asombrada, asustada, aliviada. Estaba vivo, pero... ¿qué era? ¿Por qué tenía alas? Solo había visto imágenes así en estampas y vidrieras del Románico. Desenterró el recuerdo y vino la respuesta: ángel. Una criatura mítica, una especie de genios buenos. El doctor no aprobaba la mitología, y Mera sólo sabía lo que había podido deducir de los libros de historia.

El joven mantuvo su mirada perdida, como si viera algo más allá de los muros del edificio. Dos de sus alas cubrían la parte inferior de su cuerpo, como con pudor; el par superior se elevaba hasta el techo de la entrada de ventilación. Y las dos alas centrales rodeaban a Mera como si fueran a abrazarla. La calidez que desprendían llenó el ambiente, y Mera fue consciente del frío que había tenido hasta el momento.

El ángel dio un paso adelante, y Mera se alarmó.

—¡No! ¡Quieto, te caerás abajo! ¡Para!

Trató de sujetarle, pero la fuerza de Mera no bastaba para detenerle. Siguió avanzando pese a su esfuerzo, hasta cuando ella se agarró a su cintura. "Si consigo hacer palanca con los pies contra algo...", pensó a la desesperada.

La luz llegó de detrás suyo. Breve, blanca e inesperada, un torrente helado la siguió. Todavía aferrada a la cintura del chico, Mera miró atrás por encima de su hombro. Tragó saliva y se agarró más fuerte. La pared había desaparecido; un círculo perfecto se abría en el muro y revelaba el mar, hasta el horizonte lejano.

—¿Lo has hecho tú? —preguntó al ángel impasible— ¿Por qué...?

Sobre la pared, al contacto con sus inmensas alas, se formaban dos columnas horizontales, del mismo material semejante al nácar que parecía formar al ángel. El corazón de Mera volvió a acelerarse; no entendía nada de lo que estaba pasando, y ese misterio era una sensación terrible y maravillosa. En unos instantes, las columnas, salpicadas de grabados en lenguas olvidadas, quedaron completadas, y el joven alado dio un paso más al frente. Sus alas se abrieron hacia atrás, alineadas con la columna. Y hubo un rugido eléctrico, como un trueno escuchado desde dentro.

Se movían. El ángel había despegado llevándola consigo, a una velocidad increíble. Fue lo único de lo que llegó a ser consciente Mera antes de desmayarse por la presión del aire contra ella y soltarse de su cintura.

Chimaera Alpha: una novela de Dark'n'SoulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora