Las profundidades del labo eran un complejo bosque de tuberías, rejillas de ventilación y rincones olvidados. Y ella era su reina.
El doctor siempre se asustaba cuando la veía colgar cabeza abajo de los techos, sosteniéndose con los dedos de los pies. Le había hecho pruebas una y otra vez para entender cómo lo hacía, y Mera lo aceptó para que estuviera tranquilo. Pero aunque sus resultados eran claros, seguía chillando cuando la encontraba así, persiguiendo una cucaracha o un rayo de sol rebelde que conseguía sumergirse hasta ellos. Esto último ocurría tan solo una vez al día, y Mera procuraba haber terminado sus deberes y tests para intentar encontrar desde donde llegaba exactamente.
Hasta ahora no había tenido éxito. Podían pasar tres cosas: o el doctor volvía antes y le prohibía seguir trepando cañerías arriba, o se le acumulaban tanto los deberes que no tenía tiempo de explorar (Mera sospechaba, no sin razón, que el doctor le iba aumentando la cantidad cada semana con este objetivo), o simplemente ese día no había rayo de luz. A veces podían pasar meses sin uno, y el doctor se relajaba y Mera tenía que buscarse otras distracciones.
Su preferida era volver a leer sus libros. Tenía muchos, y los había ido leyendo casi todos, pero releía sus preferidos una y otra vez, para consternación del doctor.
—Es una completa pérdida de tiempo —insistía él—. ¿Por qué vas tantas veces a una historia que ya conoces?
—Porque ya no es la misma historia —repetía Mera, pacientemente.
—Qué ridiculez—protestaba el doctor. A Mera le dolía un poco que no la entendiera, pero intentaba sonreír para él.
—A veces al volver a leerla entiendo cosas que antes no sabía —explicó, la voz más tímida de lo que hubiera querido—. A veces yo estoy diferente, y no leo igual lo mismo si estoy contenta que si estoy un poco marchita.
—Un poco triste.
—Sí, eso también —aceptó, mesándose el cabello, corto y seco como siempre que llegaban los meses nublados—. Y también pasa que simplemente quieres volver a vivir una aventura con ellos.
—¿Con quiénes? —Pese a su intento de disimular la alarma en su voz, Mera se encogió un poco. No le gustaba ver al doctor enfadado. Se afanó en recoger uno de los libros del hueco en la pared donde había improvisado un estante con una plancha de metal suelta para poder enseñarle la portada.
—Con ellos. Son... como mis hermanos. El libro me dice cómo piensan y qué les gusta y qué les asusta. Les conozco y quiero volver a estar con ellos, así que lo leo otra vez.
Las facciones del doctor cambiaron. Sorpresa, alivio, interrogación, desagrado. Saltaba de una expresión a otra, como si no representaran el flujo de sus emociones sino que cada una apareciera independientemente, como algo aprendido en los libros más que practicado en la vida real.
—No son reales, Mera —dijo al fin, ajustándose las ajadas gafas sobre el puente de la nariz—. Entender la diferencia entre lo que es real y lo que no es esencial, ¿comprendes?
Mera asintió quedamente. El doctor aguardó unos momentos, como esperando que ella le desafiara o protestara, y finalmente le entregó los folios con los apuntes y ejercicios de hoy. La muchacha capiculó las hojas y comenzó a estudiar, mientras el doctor revisaba sus deberes del día anterior.
"Está muy claro lo que es real y lo que no", pensó mientras esbozaba ecuaciones y fórmulas de tensión de cuerdas. "Los Pevensie no son reales. Ni tampoco Tumnus, o Charcosombrío. El único que es real", se reafirmó con una sonrisa privada, "es Aslan."
La rutina de Mera estaba firmemente establecida. Se despertaba, ya por hábito, a las siete menos diez de la mañana. El rincón del subsótano donde vivía tenía duchas descontaminantes, y el doctor había añadido un pequeño calentador que evitaba que el agua saliera demasiado fría. Sin embargo, en invierno salía más de una vez con los labios amoratados, consecuencia de no querer rendirse al frío y retarse a si misma a aguantar todo lo posible bajo la presión del chorro, tan intensa que le azotaba la piel entera, y se la habría enrojecido a base de bien si no fuera ya tan morena.
Después, con los finos mechones de cabello verde enderezándose con el agua fresca, corría a su refugio, el minúsculo cuarto que el doctor montó cuando ella era aún muy pequeña. Esas paredes prefabricadas de aluminio ceñían una esquina, tan ancha como se había atrevido el doctor a hacerla sin que fuera demasiado obvio que ocultaba algo, y formaban lo que Mera llamaba "la Madriguera", para mal disimulada desaprobación del doctor. Pero nunca se opuso a ello directamente, y Mera disfrutó desde siempre de libertad en su territorio.
Los conjuntos de ropa, comprados por el doctor, eran todos iguales: monos de tela vaquera sobre camisetas de color rosa pálido. Eran prácticos, resistentes y recios y Mera no perdía ocasión de añadirles adornos, cada uno con un significado personal, cada uno transformando el monótono uniforme en un recuerdo y un juego a la vez. Tuercas y arandelas oxidadas y porta objetos de vidrio se convertían en medallas, joyas y dibujos de metal.
Escogía un conjunto y lavaba a mano el que había usado el día anterior. La camiseta, el mono, la ropa interior. Y los calcetines, si el doctor había vuelto a descubrirla yendo sin y la había obligado a ponerse unos. Mera los encontraba fastidiosos. Le gustaba el tacto del suelo que pisaba, las texturas que la guiaban en los tramos sin iluminación del subsótano, la libertad de poder trepar por cualquier parte. Los zapatos, sencillamente, no aguantaban el ritmo de Mera.
Después, debía ordenar la Madriguera lo más posible para cuando llegara el doctor. Descolgar y sacudir bien la hamaca, doblarla y guardarla en su estante. Tener recogidos los lápices de colores y, por supuesto, los libros. Darle un barrido rápido al suelo y desempolvar los estantes, no por ese orden. Y si había terminado todo a tiempo, era el momento de perseguir el rayo de luz.
Las yemas de sus dedos se adherían por un breve momento a las tuberías y muros metálicos; apenas suficiente para sostenerla e impulsarse. Le había llevado mucha práctica y demasiados chichones aprender a coordinarse bien. Pero era un don natural, y cada pequeño saliente era un apoyo, desde las pequeñas hendiduras en el metal a las cornisas de apoyo. Tenía escasos minutos. El doctor era madrugador, y a veces llegaba mucho antes de lo previsto. Y hasta si no era así, el clima local -subpolar ártico, decía uno de los últimos libros de texto que había recibido- podía robarle de nuevo su oportunidad de que el sol la acariciara. Sentía cómo se le enderezaba el verde cabello con el mínimo roce de la cálida luz, hambriento de más.
Y entonces la descubrió. Refulgía en un rincón entre dos gruesas cañerías cubiertas de polvo y grasa fósil de décadas de antigüedad. Llegó a verla un momento, en el último instante que el tenue rayo de sol pudo regalarle antes de apagarse por el resto del día. Pero por un momento distinguió el tesoro plateado. Mientras se estiraba a alcanzarlo, las piernas abrazando un soporte que había sido metálico y que ahora era en su mayoría herrumbre, sentía el corazón latiéndole en las sienes. ¿Sería posible? Sólo las había visto en los libros...
—¡Mera! ¿Donde estás? Juro que si estás otra vez encaramada por ahí...
El doctor no levantaba mucho la voz, por si alguien más hubiera bajado hasta la Madriguera. No tenía precedentes, pero eso no cambiaba lo asustado que sonaba cada vez que tenía que llamarla así. Mera se apresuró a agarrar su hallazgo y guardárselo en el bolsillo frontal del peto vaquero. Después dio un pequeño rodeo, entre saltos y balanceos dignos de un orangután trapecista, para que el doctor no la regañara de nuevo viéndola bajar de donde no debía. Con el peso de la culpa en el estómago se acercó a saludarle, por más que supiera que al día siguiente volvería a intentar cumplir su sueño de ver el cielo por primera vez.
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Chimaera Alpha: una novela de Dark'n'Soul
AcciónMera no sabe nada del mundo. No conoce nada fuera de su habitación y los pasillos que se escapa para recorrer una y otra vez, y los libros que su padre le trajo y que ha leído una y otra vez. Se pregunta sobre los lugares de los que ha leído en ello...