(2) Contaminación

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El subsótano debería haber estado completamente a salvo de intromisiones. Simplemente, las costosas medidas de protección, tanto las generales de GenCon -cámaras, sensores, bien pagados guardias patrullando cada zona- como las específicas del laboratorio subterráneo eran insuficientes. Inútiles. Hubieran detenido a un ejército. Hubieran repelido a un tanque. No bastaron. No contra este intruso.

Los lectores de huellas digitales mintieron y abrieron las puertas por miedo a disgustarle. Los códigos numéricos se marcaron a si mismos, sometidos. Las sombras engulleron su imagen y su presencia sin atreverse a tocarle. El hombre llamado Acero avanzó como si todo cuanto le rodeaba le perteneciera. Quizá fuera así.

Humblebee había sucumbido a la extenuación una vez más. Un asistente lo había cargado, sesenta kilos de piel y huesos y obsesión, hasta su coche. Sin embargo, mientras lo arrastraban para que dejara su trabajo por unas pocas horas, había en su expresión algo semejante a una sonrisa. Distorsionada por la pesada respiración y bajo un bigote que había crecido como una mala hierba que se aprovechaba de que no la cortaran, pero una sonrisa al fin y al cabo.

Una sonrisa de desespero que trataba de aplacar la locura a la que se veía volcado. El ARN-Alpha no estaba reaccionando. En absoluto. Sus glóbulos rojos y blancos, su primer y único éxito, habían funcionado tan solo porque provenían del mismo hombre. Era un avance que se pudieran combinar capacidades de múltiples células, pero los efectos de las nuevas células híbridas en el organismo oscilaban entre lo nulo y lo letal.

Y ni siquiera había suficientes de estos últimos para satisfacer a Kwoon. No es que quisiera darle lo que pedía, obviamente. Siempre había soñado con realizar el descubrimiento que le permitiera escribir su nombre en la historia, haciéndole merecedor de un premio Nobel. Y no lograría eso jamás si su triunfo en el campo de la biología se asociaba a un arma; al fin y al cabo, ese era el pecado de Alfred Nobel. Los premios eran su intento de redimir el daño que la dinamita había inflingido al mundo. No premiarían a quien repitiera los pecados del padre.

¿Cual sería el catalizador? ¿Qué permitiría al ARN-Alpha adaptarse a la distinta composición de los códigos genéticos? Si los dirigía, si forzaba la proximidad del ARN en caldos de cultivo concentrados, ocurría. O empezaba a ocurrir. No se completaba el proceso; encontraba los daños genéticos y los desprendía. Sus propiedades retrovíricas deberían recomponer las grietas. Hasta había visto casos en que parecía haber memorizado cómo debía ser un ADN. Si encontraba un error, una deficiencia congénita, rasgaba la cadena en ese punto y empezaba una reorganización. Pero era incompleta. Si semejante posibilidad era plausible, el ARN-Alpha estaba.. habituado al ser humano. Iniciado como un retrovirus modificado, un retrovirus solo activo a los chimpancés, ahora se adaptaba a los seres humanos. Humblebee ignoraba si tal cosa era posible.

De ahí la idea absurda puesta en práctica desde hacía menos de una semana, tan anticientífica que se preguntaba una y otra vez qué le habría poseído para tomar una decisión semejante. Uno de los cada vez más escasos asistentes lo había bautizado la cuba primigenia; sin otro nombre más adecuado, Humblebee lo había consentido.

Muestras de tejido en un ambiente estable en una copia realista –o al menos actualizada a lo que hoy se consideraría realista- del experimento de Miller y Urey del 52. Llamarlo "experimento" era una patética exageración de la realidad, pero había sido asimilado como algo real en la comunidad científica. Miller había sometido a descargas eléctricas una atmósfera similar a la original de la Tierra. El proceso dió origen a aminoácidos, los llamados en química "cimientos de la vida". Se consideró que demostraba que los elementos esenciales para la creación de células vivas podían manifestarse de forma natural.

Pero el propio Miller evitó introducir el oxígeno y nitrógeno esenciales en la atmósfera primordial. Sabía que estos elementos oxidarían y destruirían los aminoácidos generados. Aportó un volumen de amoníaco e hidrógeno a los gases de su micro atmósfera, gases que no eran químicamente estables, que no habrían estado presentes en el ambiente que se suponía replicaban. Pero que eran, en cambio, completamente imprescindibles para que se manifestaran sus revolucionarios resultados.

Hoy, los bioquímicos que investigaban al respecto descubrían que el experimento Miller era una corroboración de lo que se quería descubrir. Nada más. En todos sus años de universidad, jamás se le explicó tal cosa. Las revistas de divulgación, sus propios libros de texto, seguían afirmando la relevancia de una prueba química fraudulenta. Rayos eléctricos y metano que nada probaban, mintiendo al mundo, engañándoles. Como dijo el poeta, "una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa".

Así que ahora, el ARN-Alpha se bañaba en una atmósfera eléctricamente cargada, en cinco litros de un medio fluido mantenido a una temperatura estable, óptima para la reacción. Y en el baño, una infinidad de muestras descartadas. Muestras genéticas recopiladas en todas las facultades universitarias del condado. Los escasos becarios que colaboraban con el genetista se dedicaban a introducirlas. Como un juego, como una broma. De vez en cuando se tomaban la molestia de anotar a qué correspondían, pero para su angustia, la lista de ADN sumergidos en la cuba incluía ahora dragones, hobbits y varios pokémon. Cuando se les interrogó, respondieron al profesor que habían transcrito textualmente los datos facilitados por las universidades.

Casi todos los becarios habían sido trasladados después del furioso arranque de ira del profesor. La doctora Kwoon había intercedido por él, pero ya solo un asistente, George Foreman, permanecía a su lado. Tenía cierta debilidad por el anciano, creía en sus teorías, y agradecía que fuera el único que no se reía de un estudiante de ciencia con nombre de boxeador. Aunque solo fuera porque Humblebee jamás había oído hablar de él. Como fuera, cuidaba de él como si fuera un pariente, y era quien se había hecho cargo de mandarle a casa.

George había recompuesto las notas de las universidades y confiado en aproximarse lo más posible a la realidad. Como fuera, la cuba primigenia no era más que un espécimen de control. No ocurriría nada, pero podrían comparar si el comportamiento del ARN-Alpha viciado por el contacto humano se distinguía en algo del expuesto a estas muestras.

Las notas cuidadosamente recopiladas se encontraban ahora en un dossier. Y el dossier estaba en manos de Acero. Leyó dos veces las entradas, los primorosos apuntes sobre el ARN-Alpha. Todo era como sabía que sería, pero era un hombre meticuloso. Humblebee hubiera aprobado plenamente su prudencia y dedicación, de haber llegado jamás a conocerle o de oír hablar de él. Por el contrario, el resto de su plan le hubiera puesto enfermo. Era tal vez afortunado por ignorarlo, aunque pronto se harían evidentes los resultados.

Acero revisó varios estantes; no tardó en hacerse con un escalpelo. Se dirigió, sosteniéndolo con la delicadeza de un cirujano con tres dedos, hasta la cuba primigenia. Allí, en la soledad del laboratorio iluminado apenas por las luces de emergencia, contradijo muchas de las leyendas que hablaban de él. Trazó un intrincado dibujo en la palma de su mano morena -una runa más antigua que su pueblo, pero que ellos descubrieron una vez, y que olvidaron de nuevo cuando Acero la arrancó de su conocimiento-, y sangró.

Gotas carmesí sobre el líquido teñido de material genético y esperanza febril. Palabras pronunciadas en idiomas muertos, idiomas alienígenas, idiomas que hubieran podido existir y no llegaron a hacerlo. La noche misma se alargó para que el rito, mezcla de elementos viejos como el tiempo y nuevos como el amanecer que se demoraba, se completara plenamente.

Agotado como pocas veces antes, Acero contempló el líquido. Suaves ondulaciones recorrían su superfície, un pequeño mar de olas formadas sin viento alguno.

– Humblebee, pobre genio loco –musitó para si mismo, en un gesto más humano de lo que era común en él–. Nunca un científico había acercado tanto su ciencia a estos límites. Tú entiendes, a un nivel muy primario, que la genética es la forma sin fe de invocar el verdadero nombre.

Volvió a ponerse, delicadamente, la chaqueta que se había quitado para trabajar. La prenda de piel, tan negra que parecía hecha de oscuridad curtida, pareció reconfortarle. Desinfectó cuidadosamente el bisturí y lo guardó en su lugar, pulcro.

La puerta se abrió para él. Todavía estaba sudado. Todavía estaba cansado. Tal vez por eso estaba desconocido a sus propios ojos. Se dio la vuelta antes de marcharse como una sombra. Su tono dulce hubiera asombrado incluso a los poquísimos que habían llegado a conocerle de cerca. Habló, por primera vez en décadas, para bendecir a alguien.

– Cuidad bien de nuestra criatura, hombres de ciencia. Pronto llegará el momento de que la reclame como mi hija.

Chimaera Alpha: una novela de Dark'n'SoulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora