Tenía el alma desnuda. Ahí. Esperándome. Era como si el cosmos, el caos y el destino se habían unido en un solo momento y mis ojos, fríos y de café, estuvieran enfrente del ente más hermoso que mi ser podía encontrar. Como si un astro sin rumbo ni nombre me acariciara. Como si hasta las piedras del asfalto de la calle me mostraran su bondad. Como si yo me hubiese acercado, empujado por algún viento, y hubiese chocado casi sin aviso en sus labios rosé, esperando el silencio del momento en el que el vacío se volviera dulce y un La bemol sonara una octava más aguda que la expresión de mi voz cuando la vi tan cerca. Porque no necesitaba aviso, las almas no hablan, se piden a gritos, y los cuerpos no son otra cosa que su transporte por el mundo sensible. Todo eso sin acercarme, mientras recordaba el cuento del hombre que había visto algo que lo fascinó tanto que no pudo pensar en otra cosa, hasta que olvidó el tiempo y el espacio y se volvió desquiciadamente loco. Ella era mi moneda, la que había encontrado ese hombre (Juan Luis o Jorge Luis no recuerdo), solo que él la recibió en un bar y yo la vi en algún punto de la ciudad, esta ciudad de calles tristes y arboles rosados. No me acerqué, no le hablé. ¿Cómo podría? No conozco el idioma de los dioses más que tocando una guitarra o escribiendo un poema, y estoy seguro de que ella era una diosa. O lo es. Ya se me volvió difícil distinguir el tiempo entre pasado y presente y las cosas solo parecen ser lo que ya fueron, cambiando un poco su apariencia, sus accidentes.
Me quedé quieto mientras recordaba el cuento, y la miraba de reojo mientras conversaba con mis compañeros de esa tarde hasta que la olvidé. Por lo menos momentáneamente. Se esfumó de mi conciencia casi tan rápido como había llegado y de esa misma forma imperceptible, como un litro de agua en un río, pasó a ser otra persona entre las personas que habitaban mi memoria. Sin embargo, mi memoria misma se sentía molesta, irritada, rara. Sin tener motivo aparente, a mi conciencia arribaban imágenes de enormes discos blancos, un libro de Verne, la cara de Méliès, una pintura de Van Gogh, un álbum de Pink Floyd y la palabra "selenita". No le di importancia, estaba acostumbrado a que mi psiquis juegue a ese tipo de ejercicios mnémicos sin otro motivo que el descanso transitorio de la realidad. Lo que me comenzó a preocupar luego de esa tarde es que se volvieron más recurrentes, ignoraban la situación o el lugar dónde me encontraba, incrementaban cada vez más su fuerza y aumentaban la cantidad de objetos que mencionaban dentro de mi mente y no lograba entender la relación entre ellos. Una canción de Spinetta, una película del 1902, un prisma atravesado por un haz de luz. Volví a leer el cuento sobre el hombre que había olvidado todo tras ver algo y me inquietó más que antes y más que nunca porque no podía separarlo de las ideas que transcurrían por mi conciencia. Entendí (o adiviné) que tras ese velo de ideas, había algo que las ocasionaba, algo había cambiado en mí en sólo tres días y sólo tenía que encontrar la relación entre todas esas palabras y objetos. Comencé a desesperarme, probablemente sin razón. Pero era una desesperación alegre, causada por los nervios. Cada vez estaba más cerca de rasgar el velo. En medio de esa desesperación miré el cielo nocturno, despejado, negro y estrellado. Pensé en cuántas almas habían hecho lo mismo a lo largo de la historia y en por qué, después de tantos milenios, el sol nunca había alcanzado la luna. La luna. Empecé a pensar en la luna. Mejor dicho, seguí pensando en la luna. Reina clara de la noche se posaba etérea y aparentemente eterna sobre el lienzo oscuro de la atmósfera de Gea, escapándose del sol, pero brillando por él. O quizás no. Quizás tenía su brillo propio después de tantos años, después del tiempo. Cuna de leyendas, diosa de tantas culturas, espejo blanco en el lago, esconde una de sus caras por siempre a nuestros ojos, a los de nosotros, que la vemos desde abajo y no nos queda otra opción que soñarla, como aquel que no alcanza nunca su máximo deseo y se lo manifiesta a sí mismo dormido. Y entre esos pensamientos de artes y leyendas empecé a rasgar el velo de mis ideas. Probablemente era la luna. Una sola imagen me hacía dudar, me impedía entender. Una chica de ojos marrones sentada en una plaza verde de árboles rosados, con su mirada viéndome.
No le aguanté esa misma mirada, otro día sobre algún otro piso, cuando ese aire se contaminó de luz en la línea recta que juntaba nuestras pupilas. Y me sentí estallar. No estaba seguro de cuanto valía eso. Quizás no tanto como la dama en una partida de ajedrez reñida donde el premio es la muerte (o la vida eterna) o quizás tampoco tanto como encontrar a la Diosa del Viento, pero bastó para que comience a pensar en ella, consciente de que lo estaba haciendo, y no por su simple aparición entre imágenes históricas y artísticas sobre la luz que nace y muere cada mes. Casi tanto como Jorge con la moneda, como el faquir con el tigre, como el pueblo persa con el astrolabio, como Friedrich con Dios. Olvidé incluso ese cuento, pero no la leyenda que inscribía en él. No podía dejar de pensar en eso, no podía dejar de pensar en la luna, no podía dejar de pensar en ella. Me di cuenta cuando su imagen apareció en mi conciencia mientras ponía la llave en la puerta, para cerrarla como siempre y volverla a abrir al volver como todos los días, y mientras caminaba imaginaba los sucesos posibles si hubiese seguido a mis deseos (o a mi alma, no estoy seguro) y hubiese chocado sus labios rosé con el viento de mi aliento, siguiendo la recta de luz entre mis ojos de café y los suyos de té. No podía dejar de comparar (que Dios si existe me perdone la blasfemia) su figura con la moneda de veinticinco centavos marcada a puñal del bar, ni podía dejar de imaginar su voz, ni su aura, ni su baile celestial. Mi conciencia se volvió un laberinto más terrible que el de Cnosos. No lograba entender si lo que me estaba volviendo loco (mi inestabilidad mental era indudable) era la luna misma o alguna otra cosa. O ella. La busqué incansablemente, pero sólo lograba verla desde lejos, irradiando luz y levantando mares. Me han contado, terceros de terceros, su nombre, pero sorprendentemente (quizás no tanto) ya no lo recuerdo. Me pareció más fascinante otra parte de la información: "Cada tanto, digamos, una vez por mes, está muy feliz y activa, animando todo a su alrededor, pero con el correr de los días se apaga hasta sumirse en una tristeza casi infinita y en esos días es muy difícil verla, hasta que recobra energía para irradiar su luz de vuelta". Era obvio, ¿no? Por supuesto que sí. No conozco el idioma de los dioses como para explicarlo, pero era obvio. Fantástico también, eso no hay que dudarlo tampoco, pero lo fantástico no siempre deja de ser real.
Fue por ese tiempo que los círculos se me volvieron inextricables y el blanco mi tonalidad preferida. Fue por ese tiempo, no se hace cuánto, que el tiempo dejó de ser el tiempo y los momentos empezaron a mezclárseme en la conciencia. Entre pasado y futuro, presente y nada, finitud y eternidad, mis sentidos vagaban sin sentido, buscándola, buscando la luna. Tuve miedo. Mucho miedo. Pero entendí que olvidando todo, no salvaba mi alma, pero sí mi cuerpo y con eso basta.
Y en ese pasado que seguramente será futuro, me veo arrepentido, en las calles de otra ciudad, dubitando en acercarme al ente más hermoso que mi ser podía encontrar. Y la veo desde todos los puntos. Y la veo al mismo tiempo. ¡Oh y la moneda y el astrolabio y el tigre! Y ya no recuerdo el tiempo y el espacio. Se me dificulta el lenguaje, quizás aprenda el de los dioses. Y la pienso como Borges a la moneda. Quizás me vuelva desquiciadamente loco. Quizás nazca. Quizás reviva.
Los ojos café del hombre siguen mirando la ventana como hace muchos años, inconsciente sobre dónde está, incluso sobre quién es. Sólo recuerda a la Luna personificada, a su par de ojos de té, y a la leyenda sobre el Zahir.
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Antología de los dioses en la tierra
Short StoryCuentos (¿cuentos?) cortos sobre los dioses en la tierra.