Álvarez Recchio, el filósofo

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Tomo mi pluma, este día de septiembre, en la serenidad de esta habitación que seguramente es un punto más como cualquiera en el universo. Podría haber apretado mi lapicera en una isla de Oceanía, una selva en la India o un desierto en Egipto, pero hoy mi alma que habita mi cuerpo está en esta habitación del Ecuador y mi mano izquierda quiere ser cómplice de los pensamientos que transitan mi conciencia en éste tiempo, que no es de los mejores de nuestra común humanidad. Por la ventana llueve y mi hoja pide que la ilumine la oscuridad de la tinta. No será difícil.

Tienen algo de poético los días así. Cuando todo parece teñirse de gris. Cuando la lluvia forma una persiana acuosa, transparente y diáfana en el aire de la calle, muriendo en el asfalto, una gota tras otra, hasta mojar lo ya mojado y humedecer tiempo y espacio. Mientras tanto sé que afuera alguien me está buscando, sin importar el llanto del cielo, porque está mal pensar. Parecen lúgubres los días como éste pero, ¿por qué? Serán, probablemente, las estructuras en las cuales nos conformamos, las que nos subjetivan sin que nos demos cuenta y con el paso del tiempo la lluvia nos parece sinónimo de infelicidad. Refleja sin consentimiento y sin hacerlo realmente en sí, la idea de un momento lúgubre, sin que en ella misma exista la tristeza propiamente dicha. Porque vimos imágenes, leímos hermosos poemas, dónde el hombre o la mujer iban dejando tras de sí estelas de tristeza, como una energía invisible mientras llovía delgadamente o a cántaros. Y cantamos canciones, dibujamos dibujos, donde la felicidad estaba reflejada bajo un cielo despejado. Debe ser por eso, quizás, que asociamos los aguaceros con las lágrimas del hombre y el sol con el brillo de la sonrisa, y por eso hay personas que tienden a entristecerse cuando llora el cielo y solo parece existir el color gris. Tal vez son otros los motivos. Tal vez nuestra alma prefiere el sol o hay algún sentimiento atávico provocado por el elixir de las nubes. Creo que ya está llegando quien me busca.

Más lo lúgubre puede ser hermoso e incluso hacernos sentir ese oxímoron tan famoso que es la tristeza alegre. Porque algunos reyes sin coronas, de estaciones frías y oscuras, y algunas reinas sin diadema, libremente presas en un rutinario y artístico juego, abrazan la solemnidad del agua del cielo y ven que la angustia que pueden sentir está esparcida en el aire, en el todo de su mundo, de su círculo, y se sienten libres. Nos sentimos libres, me incluyo. Libres porque no nos enjaula el pensamiento de ser los únicos que sueñan con los días así, porque en este momento, todos lo sueñan. Libres porque somos. Libres porque transciende nuestro interior sobre todo el aire húmedo y mojado, y podemos ser. Ser en tanto no nos corrompa la Máquina. Ser libres en tanto la Máquina no se entere, llueva o no. Buscando nuestra esencia en el día gris que todos sueñan.

A ellos quienes el día gris levanta de sus aposentos carcelarios, el gris de la lluvia los alegra en su realidad onírica y dudable, sus ojos grises admiran la humedad en el aire, y no están solos. Pero nunca están solos. La soledad es la ausencia de compañía y ¿quién verdaderamente no tiene compañía? Pertenecemos. A una tierra, a un grupo, a una nación, a el conglomerado de personas que sienten casi lo mismo que nosotros, que se alían a la idea del sentimiento que nos genera la lluvia, el sol o la calle mojada. Sería caer en el solipsismo, pensar que soy el primero en pisar este suelo, el primero en ver este cielo, el primero en alegrarse con un día gris. Tampoco debo ser el primero al que le golpean la puerta mientras llueve. Me están buscando.

Parece una obviedad aclararlo, pero existen quienes, por una u otra razón, los días así, no les producen alegría, ni tristeza, sino probablemente enojo, fastidio o aburrimiento. La deducción sería la misma que antes. La existencia de la libertad del otro, las subjetivaciones y la ausencia de soledad. También existen quienes no sienten, si eso es posible, nada. No es mi caso. Me generan algo estos días y todos los otros. Envidio (si existe) a aquel convencido de que sus sentimientos no afloran, que no emite juicio sobre las situaciones, y se dedica impasiblemente a atender cada día como el anterior, sin importar que pueda o no ver el sol. Aquel que piense que todos los días son iguales (y en cierta medida, hay que admitirlo, lo son) y las diferencias accidentales no lo afectan, es ingerido por la Máquina rutinaria, donde lo que provoca dolencias es imperceptible a los ojos. ¿Quién pudiera, no? En este momento no lo estarían buscando como a mí, no entrarían en su hogar cómo acaban de entrar en el mío. Claro que igual paga un precio. Alienarse así de nuestro mundo individual, ser imperceptible a la angustia y al dolor, nos cobra también el no ver la hermosura de la tristeza, lo lindo de la supuesta soledad, lo dulce de la felicidad. Allá él, ¿no? Mientras exista... Gracias al destino, no es mi caso. No podría, incluso, negarme a la realidad. La realidad clara, verdadera, no esa en la que las cosas simplemente se me presentan, dejando el juicio para otro día, sin sentirlas más allá de los sentidos, sin sentirme. ¿Qué somos si no sentimos? Sin la tristeza, la alegría, el enojo, la soledad, la angustia.

Es probable que exista quién se aliena, quién deja de sentir, quién se canse, quién no piense en si el fenómeno frente a nuestros ojos (el día gris) nos genera algo. Seguramente sí lo hace. No admitirlo es dejarnos llevar sin ser por la Máquina. No poner en tela de juicio lo que apreciamos, inhibe al alma, esa parte nuestra que nos hace ser, que nos da vida y que no podemos explicar, pero está presente, tan presente como la calle mojada por la lluvia, quizás más. Quizás mucho más. Quizás sea la realidad toda. Seguramente mi alama persista cuando quienes están en mi casa arrebaten mi cuerpo.

Sabemos que nuestra alma está cuando sentimos. Somos cuando sentimos el alma. Somos realmente, no sólo existimos. Si esto es así, el hombre es cuando (ad)mira su alrededor, aprecia lo que hay y sonríe. También en la tristeza, en los días así o en cualquier otro, en el enojo, en la compañía, en cualquier instante que sienta, sobre todo en el amor. Así que, feliz sea aquel que es triste, y pobre de aquél que no sienta. Mientras puedan sentir el alma, es válido cualquier juicio de sentimiento que nos provoque el día gris.

Poner el punto final sin tratar de explicar nada más deja incompleto estos párrafos, con más preguntas que respuestas, como la Filosofía misma, pero no hice más que verter un torrente sanguíneo de tinta negra sobre la blanca piel de celulosa. Aparentemente sin objetivo otro que el de juntar palabras. No sé por qué. Debe ser que tienen algo de poético los días así. Será éste mi réquiem. Los que me buscaban me encontraron, bajo ésta lluvia de éste día gris. Espero que sus almas se salven algún día.

Jorge Álvarez Recchio fue asesinado un día de lluvia de septiembre en la ciudad de Guayaquil, Ecuador. Antes de morir, escribió una especie de ensayo sobre sus meditaciones sobre el alma, utilizando como ejemplo la observación de un día gris, y lo tituló, segundos antes de su última exhalación, "Réquiem sobre el alma". Seguramente su último escrito no llegará a ningún lado. La Máquina lo tenía como un enemigo a quien había que extinguir y finalmente lo logró. No podía dejar que se conozca ninguno de sus textos, que declaraban la existencia del alma y criticaban el sistema que ya desde 2084 gobierna todo el mundo. La alienación, la censura, el asesinato de la libertad, fueron fuertemente criticados por Álvarez Recchio y por eso tuvo que morir. La Máquina no podía permitirlo. Seguramente este párrafo tampoco llegue a nadie. Ya lo observa la Máquina. La Máquina viene por mi hoja. Ya la agarró.

Antología de los dioses en la tierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora