Narciso

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María se compró una flor de narciso. Era exuberantemente bella, con sus pétalos blancos y su propio sol amarillo en el centro. Una sola flor, en toda la planta. Hablando con propiedad era un Narcissus tazetta (María lo reconoció por no tener hojas) macho, de unos 40 centímetros de alto. La planta la estaba esperando, o al menos eso parecía, en la exposición de orquídeas de Rosario de ese año. Casi como si el narciso la hubiese elegido a ella, y no al revés. Pagó los 20 pesos (la sorprendió el precio), y muy feliz la llevó a su casa, un departamento en el séptimo piso en un edificio de la Avenida Francia, y la acomodó en su balcón, dónde el sol y la lluvia no le falten.

A María le sobraban sol y lluvia. Era alegremente buena y feliz, si es que ser feliz es una cualidad y no un estado de transición entre la tristeza y la seriedad, e inundaba de sonrisas las moléculas de oxígeno del lugar donde se encuentre, sumado a su simpatía natural que navegaba entre sus palabras y miradas. Aunque a veces la tristeza inundaba como un tsunami su ser. Era una mujer de fuertes convicciones e ideales bien fundamentados, fundamentalista de la liberación y del cuidado del medio ambiente, desde que se declaró vegetariana en su familia, dueña histórica de uno de los frigoríficos vacunos más grandes del país, y eran esas convicciones las que se contagiaban en la gente que la conocía, y, por eso, su amor por la flora se había esparcido en una especie de germen bueno y ahora enviaba a través de una red invisible que debe tener algo en su esencia todavía de los viejos telégrafos, fotos de su nueva adquisición, a cambio de felicitaciones de esos enamorados del reino plantae. Y entre medio de tantas comunicaciones, se escurrió también un mensaje de Agustín. La invitaba a tomar una cerveza en un bar del centro, a charlar un rato.

Agustín se llama así por el santo de Hipona (sus padres son devotos católicos) pero él tenía fama más de pecaminoso bueno que de bueno sin pecado, una de las causas de las dudas que siempre tuvo María sobre si quererlo más de lo que lo quería, por miedo a salir lastimada en una relación formal, aunque no tuvo que pensar mucho la respuesta (es un hombre atractivo e inteligente) pero antes de escribir en el celular la contestación, se distrajo con el narciso. Estaba enfrente de ella en la mesa y se sorprendió, casi que se asustó, porque pensaba que la blanca flor había quedado asoleándose en el balcón. Tal vez lo había entrado para las fotos. Y en el medio de ese susto distractor, la respuesta afirmativa a Agustín nunca fue enviada.

María se sentó en el balcón, entre todo el verde, bajo el sol natural y la sombra de los árboles gigantes de cemento y vidrio de la selva de concreto, y dejó que pasaran los momentos mientras se tocaba el alma, buscando dónde, en qué lugar, estaba el veneno que sentía crecer inflamablemente por todo su ser. Y su piel sólo tocaba las hojas. Del tulipán, del helecho, del clavel, el pétalo del narciso. Ahora estaba ahí. ¿Lo había llevado ella? Tal vez para sentirse menos sola, tan falta de amor, desde que Juan se había ido. Desde que ella lo había echado, para no faltar a la verdad. Cuando se dio cuenta que las lunas bañadas en alcohol no eran las que la maquillaban de negro en todas partes de su cuerpo, cuando notó que la libertad no era sólo elegir que cocinar hoy, cuando apreció que él se amaba a él mismo y ella era quien lo acompañaba en su egocentrismo, cuando se sintió más sola con él que sin nadie. La tristeza volvía, pero ya había aprendido a ganarle, así que envió un par de mensajes y Daniel y Carla, sus amigos desde la infancia más pequeña, enseguida tocaron el timbre del 7B en el umbral de la Avenida Francia, y ella bajó sonriendo a pasear por el Parque Independencia.

Pisaban descalzos el amargo y divertido pasto y conversaban. Sobre el mejor disco de Serú Girán, sobre los planes del fin de semana, sobre la vez que Daniel se peleó con un policía por una discusión acerca de si era legal o no girar en u, sobre el narciso, sobre las conversaciones que conversaban. Enseguida María olvidó todo el aire tóxico que la había contaminado en el balcón, pero en ningún momento recordó que no había escrito su respuesta al mensaje de Agustín. Raro que no lo haga, porque era evidente la atracción mutua entre ellos desde hace mucho tiempo. Sin embargo, María sabía que todavía se estaba curando de todas las heridas que había sufrido, no en la carne sino en el alma, y que Agustín tenía ese empleo obscuro de inspector de sábanas y ella era una chica que, según pensaba, podía entregarle algo de formalidad monogámica basada en esa atracción libidinal que cabía la posibilidad de que se transformase en un amor metafísico.

La vuelta fue imperturbablemente tranquila, con conversaciones amenas que concluyeron en la separación de caminos en la esquina del edificio de María. Ella caminó hasta la entrada y exactamente siete pisos por debajo de su balcón, una mano le tocó el hombro. Se dio vuelta y el corazón le dio un vuelco y un pánico inapelable la sacudió al ver a Juan enfrente de sus ojos. Y la había ido a buscar. Cerró los dulces párpados durante unos segundos y cuando los abrió notó que no era Juan. El polvo y el sol en la pupila la habían hecho ver mal e inventar una imagen que no era. Era Agustín, que, causalidad del destino o por motus propio, pasaba por ese lugar y la vio. Le preguntó si había visto su mensaje, ella le contestó que sí, con una sonrisa radiante. Que por qué no le había contestado, que porque estuvo muy ocupada y ahora lo estaba por hacer. Agustín repitió la invitación, y ahora frente a su rostro, no a través de un vidrio con luces y conexiones invisibles, y antes de que ella pudiera decir que sí, un pétalo de un narcissus tazetta comenzó a caer suavemente, desde el balcón del séptimo piso, sin que el viento lo afecte (parecía que no lo tocaba) y las leyes de la física se volvieron una charlatanería aparte que no se aplicaban en la Avenida Francia y mucho menos en la blanca piel de una flor de narciso, cuyo pétalo se posó amargamente con un falso amor sobre el hombro sufrido de la bella María, que, presa otra vez del veneno del alma, entró corriendo al edificio, sin saludar y, peor aún, sin contestar a Agustín, que tomó su huida como un rotundo "no", cuando ella, aunque él no lo sabía, sólo quería decir que sí. Pero no pudo. Subió las escaleras (el ascensor le causaba una especie de claustrofobia) llorando, maldiciendo al destino y a su suerte, y blasfemando a todos los dioses que le fue posible. Odiando el día que conoció a Juan. Odiando haber entrado en ese odiado bar y haber hablado con esas odiadas personas que le presentaron al alguna vez amado Juan. Odiando haber comprado el narciso. Ese narciso asqueroso que la estaba esperando en el centro de la sala cuando llegó, y que tomó en su arranque de ira triste entre sus manos y bajó los siete pisos para dejarlo en la vereda y que alguna otra persona lo cuide. El tallo le quemaba. Abrasaba sus palmas y yemas, como recién expuesto al fuego más vil del mundo, como un carbón incendiándose. Lo ignoró y dejo la planta estúpida en la calzada y subió por el ascensor respirando profundamente y lagrimeando gotas saladas de bronca asquerosa, de miedo impotente, de tristeza insuperable, de veneno en el alma.

Abrió la puerta y el narciso estaba en elbalcón. No era experta en mántica, pero aquel misterio del narciso viviente oera ocultismo o ella estaba loca. Cuando llamó a Carla, confirmó la segundaopción. Ella, su mejor amiga, no le creía, cómo ya había pasado con Juan. Queestaba loca, que habrá sido otra cosa. Tal vez sí, ella estaba equivocada, y elnarciso era bueno. Pero no estuvo dispuesta a arriesgarse a amar a ese ser vivocómo ya le había pasado con otro Narciso. Ese Narciso que ahora odiabaprofundamente, que le había hecho tanto mal. Y ese narciso en el balcón era él.En su inconsciente lastimado, en su alma con veneno, había algo de su falsoamor todavía y lo proyectaba, lo creaba, en esa flor blanca con el sol en elcentro. Y debía perderla. Tenía que deshacerse de los narcisos, sólo así iba asalvar el alma. No podía pedir ayuda, porque nadie iba a creerle, como ya habíapasado. Ni Carla, ni su madre, ni la policía. Daniel fue el único que laescuchó, y no pudo hacer nada preso del miedo. Pobre Daniel. En su suavidad dehombre recién madurado, siempre la había amado. Ella se daba cuenta ahora, queya era demasiado tarde. Se daba cuenta ahora, cuando él ya nunca más iba averla. Corrió al balcón y agarró con todas sus fuerzas al disgustante narcisoque le quemó las manos incandescentemente, pero no le importó. Se acercó alborde y lo arrojó lo más lejos que pudo, con una ira infinita, para que sedestruya para no volver. Llorando, sintiéndose al límite de la inconsciencia,de una locura sagrada, de un asco infinito. Premonizó algo tras ella, rogandoterminar con tanta mántica y tanto dolor. Y giró su cuerpo y allí estaba.Demasiado grande y demasiado cerca como para moverse. Y María cayó hacia atrás.Al vacío de siete pisos del edificio de Avenida Francia.

Antología de los dioses en la tierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora