El huevo

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A Gringo, a Tincho, a Frodo, a Gonzi y a Mati.

El Chaparral era el nombre de una casa quinta ubicada a unos veinte kilómetros de la ciudad santafesina de Reconquista. Uno de los nietos de uno de los dueños se llama Martín. Con una personalidad simpática y hermética, Martín tenía o tiene un grupo de amigos de más o menos su edad. Todos tenían entre dieciséis y diecinueve años en el tiempo en el que transcurrió la historia a la cual voy a referir. Claudio, un tipo serio, de las palabras justas y necesarias para soltar risas en medio de conversaciones que podían rendirse a su alegría incluso siendo de la más alta formalidad; Fernando, un joven enérgico dispuesto a todo lo que los demás propongan con la mayor efusividad posible, pero también de un carácter fuerte; Lucas, el más chico, divertido y aventurero; Dionisio, un curioso ente que vagaba entre la charlatanería buena y el silencio observador y Gabriel, un snob sabelotodo con gracias peculiares. Un grupo de jóvenes muy unidos, pensadores de la revolución progresista, débiles ante los vicios y que conocían más el techo de la noche en el verano que el de sus propias casas. Que habían visto juntos tantas veces cómo llegaba la sexta hora de cada día, que saludaban con reverencias antes de irse a dormir al seis en el reloj, como amigos viejos y lejanos, de un tiempo perdido y ganado. La amistad fraternal de esa jauría de locos cuerdos se transformaba en un tsunami de felicidad en los ojos del observador.

Alguna noche de verano, buscando como siempre el quiebre de la rutina, Martín recordó, casi por accidente, que su abuelo era dueño de una casa en el campo cerca de la ciudad. Un lugar pseudoparadisíaco para ellos, que podían convivir juntos sin cansarse, disfrutaban la naturaleza y la libertad y que tanto caían en la queja común del aburrimiento que produce la cotidianeidad. Comenzaron a volar las palabras y los gritos. Boludo, ¿cómo no te acordaste antes? Llamalo ya. Ya tenemos que arrancar a preparar las valijas. ¿Qué vamos a llevar? La libertad. Vamos a tener un lindo momento en el campo. Silencio, me acaba de atender. ¿Y qué dice? Si abuelo, la vamos a cuidar. No me empujes. Cállense. El viernes nos vamos.

La jauría inició sin perder el tiempo los preparativos. La comida, los cigarrillos, las cervezas, la guitarra, el vino, la música, el cepillo de dientes. Los viajes juntos eran glorias. Al llegar el viernes, los equipajes estaban listos y las almas preparadas para calmarse en medio de la nada, mientras los cuerpos rieran con un cigarrillo en una mano y una cerveza que gira en la ronda de perros en la otra. El transporte, autos de los padres de Dionisio y de Claudio, los llevó hasta la puerta de la casa de la abuela de Martín y quien los recibió para entregarle las llaves fue Coco, apodo con el que se lo conocía al abuelo, que los acompañó hasta su destino final para mostrarles todo el predio y darle algunas indicaciones sobre el mantenimiento del lugar, el agua del pozo y la electricidad. El Chaparral tenía su primera entrada sobre una ruta, y el camino hasta la segunda recorría paralelamente todo el perímetro del tejido que circunscribía el patio y la casa del resto del campo. La casa central era mediana, con un living que también es o era cocina y comedor a la vez, tres habitaciones, y, en el patio grande lleno de limoneros y palmeras, había una piscina y un cobertizo de techo de paja bastante siniestro, donde se guardaban escobas, rastrillos y herramientas para cuidar la propiedad.

Los chicos sentían que estaban en casa ya cuando el auto amarillo y el auto rojo cruzaban la primera entrada mientras Coco los esperaba parado en la segunda con las dos mascotas que cuidaban la casa. Dos sapos. Charly y Berenjena, que cuidaban de alimañas y plagas todo el lugar. Simpáticos animalitos que vagaban siempre entre los pastos y era raro que se los cruce en el living o las habitaciones.

Bajaron los bolsos, las cajas de víveres, encendieron un par de cigarrillos y realizaron el recorrido con el dueño. Quedaron solos. Libertad. Estoy seguro que ni ellos podían explicar por qué tenían ese sentimiento de alegría infinita y libertad inmensa, solamente por estar sentados en el pasto a veinte kilómetros de casa, todos juntos, solos pero acompañados por el calor de la fraternidad. El tiempo parecía de plastilina y se desfiguraba aparentemente en favor suyo.

Antología de los dioses en la tierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora