Hiro fue un joven persa. Un poeta que debió entrar en la milicia en un momento de la historia en que su imperio se veía amenazado por algún macedonio discípulo de Aristóteles, pero no deseaba en lo más mínimo enfrascarse, bajo un sol testigo de miles de muertes y entre el polvo contaminado de sangres, en una pelea con un griego que no conocía. Pero tenía que hacerlo. Era su deber como súbdito del emperador, y fue esa tenacidad y ese temple, de realizar incluso lo que no quería por el bienestar del imperio, lo que le consiguió un lugar en el grupo de élite de los persas y medos: los portamanzanas. Los athanatoi. Los diez mil inmortales. Heródoto había hablado de su regimiento, en su calidad de poeta griego, sin imaginar que entre esos diez mil había alguien que lo equivalía en majestuosidad del uso de la palabra. Pero eran enemigos. Hiro debía servir a su imperio, y eso convertía a todo griego en un blanco para la punta afilada de la plateada lanza con la base en forma de manzana. Y ahora, esperando en el frente de la batalla, pensaba en todos los griegos, en sus hijos y sus mujeres, no supo entender, tal vez incapacidad de la conciencia, si ellos eran enemigos, obstáculos en el objetivo del imperio, u hombres igual que él, arrastrados al polvo contaminado de sangres de la batalla entre persas y griegos. Seguramente el soldado al que suplantó en el regimiento (fallecido en batalla) no hubiese pensado tanto y se hubiera dedicado a lastimar a todo jonio, macedonio, dorio o espartano que se le parase enfrente, pensamiento que lo hizo creer que tal vez él estaba equivocado. Pensaba demasiado.
Abbas, un niño palestino nacido en el 2002, estaba parado fuera de su casa a veinte kilómetros de Gaza, observando como soldados de distintos uniformes rondaban por las calles, con sus pesadas armaduras y esas armas que tanto miedo le daban. Entendía poco y nada el por qué, pero se acostumbró a vivir alerta, vigilando todo su alrededor atento a cualquier señal de peligro, cómo le había enseñado su madre antes de irse para no volver. Ella le había dicho también, y lo recordaba muy claramente en su inocencia, que él era un león que lucharía por la paz entre los pueblos de Oriente. Pensó que debía hacerle honor. Y se acercó a platicar con uno de los soldados, para pedirle por favor que baje las armas. Empezó a caminar sobre la tierra de la calle, cruzando hacia el edificio dónde estaban los soldados, mientras sonaban de lejos disparos y explosiones, gritos y helicópteros, pero esos ruidos eran ya conocidos por Abbas, estaban en su cotidianeidad, mientras que en Italia un niño de su edad recibía un 10 en matemática y en Ghana el hijo del hombre que había soñado una ciudad ingresaba a las juveniles de un club de fútbol español. Haciéndole honor a su madre, Abbas intercambió unas palabras con los soldados israelíes y sintió cómo se desmayaba de repente.
Xia Bing Quing había nacido en China en el año 217, pero sus padres escaparon hacia el pueblo vietnamita debido a incidentes con sus vecinos por un comentario inadecuado de su padre, el filósofo Zun Tsu, acerca de que no creía en el origen divino del emperador. En Vietnam, Xia encontró su patria debido a la forma de existir del pueblo, por lo que no dudó en enlistarse bajo las órdenes de otra mujer: Trieu Thi Trinh o Lady Trieu, que era más joven que ella, para resistirse a la invasión china de su tierra y sintió una especie de placer al tomar en sus manos una espada marchando tras el elefante de su líder, segundos antes de entrar en la encarnizada batalla.
Alexander Arshenidze estaba atrincherado en un edificio medio destruido en la antigua Stalingrado, en octubre o noviembre de 1942, esperando el paso de algún soldado alemán, para cobrarle, en una justicia terrenal, la muerte de sus compañeros soviéticos. Había visto demasiado en poco tiempo. No estaba preparado para eso. El dolor inconcebible, la inefable angustia, de ver cómo se derrumba una ciudad y se desvanecen miles de cuerpos bajo el peso de la historia. Pero alguien tenía que hacerlo. Los alemanes no podían vencer. Su Partido era mucho más macabro que el que gobernaba su tierra. O al menos eso le habían dicho, y, en ese momento, poco importaba, quería vengar la caída de sus compañeros, quería sanar las heridas de su alma, impartiendo la justicia con las manos del humano y no el teológico juicio de las almas. Debían pagar los cuerpos, esos cuerpos con armas que se habían llevado tantas almas. Y el sería el juez. Atrincherado en un edificio medio destruido de la ciudad invadida de Stalingrado.
Túpac era soldado de profesión y vocación del imperio Inca, en la época en que los españoles tocaron con sus pies y sus armas, sus reglas y su religión, la sagrada tierra de sus antepasados. Él deseaba, incluso con la lanza en la mano, la paz entre el blanco y su pueblo, pero debió defenderlo cuando vinieron a quitarle lo que era suyo. En sus ojos brillaba el miedo, pero también el amor a sus hermanos y el dolor inaguantable de no lograr jamás su sueño de paz. Él, que había conversado con sacerdotes católicos sobre la existencia de Dios, ahora se veía abandonado a cambiar la palabra por la lanza y la espada. Y la conversación por asesinato. Y lo hizo, con la fuerza de sus dioses y la fortaleza de sus montañas, lamentablemente no fue suficiente.
John Flyer pudo haber sido amigo de Alejandro Ramírez, a pesar de que él tenía veinticuatro años y Alejandro dieciocho, y que habían crecido con el océano Atlántico de por medio, uno en el norte y el otro en el sur, y que habían sido educados en diferentes idiomas. Sin embargo se cruzaron muy de cerca en un momento de la historia. En una isla de un archipiélago en el Atlántico Sur, que uno llamaba Falklands, y el otro, Malvinas. No cruzaron ni una sola palabra (podríamos culpar a la distancia a la que estaban y al viento patagónico) incluso cuando podrían haber hablado largo y tendido sobre Borges, Shakespeare, Platón, el fútbol, el cine, The Beatles; pasiones que nunca supieron que compartían. Y su única relación fue en el frente de batalla, enviados por hombres en escritorios. En un aire contaminado de plomo y de humo que los separaba uno del otro. Donde John, que podría haber hablado con él sobre los hexámetros de Quintiliano, disparó una bala que atravesó el pecho de Alejandro, que nunca pudo decirle que deseaba ver a Boca Juniors enfrentarse con el Manchester United, mientras compartía un asado con un inglés.
Todo eso estaba escrito en el libro del alquimista, que la niña le había robado y ahora leía al lado de una puerta, descubriendo la historia de las guerras entre los humanos y realizando un esfuerzo incalculable por entenderla. Las guerras entre los griegos y los persas a lo largo de cerca de trescientos años, se habían llevado cantidades increíbles de hombres que nunca volvieron a ver a sus mujeres e hijos, entre ellos Hiro, que al morir en batalla fue suplantado por otro hombre y abandonado al olvido de la historia. Abbas había estado herido de gravedad durante cinco meses, abrazado a su peluche, luego de una explosión en el edificio en el que charlaba con un soldado para pedirle por favor que baje las armas. Xia falleció con honor frente al ejército chino en la misma batalla que su capitana, y su pueblo terminó por perder las tierras por las que había dejado la vida. La batalla de Stalingrado es considerada la más sangrienta de la historia, habiéndose llevado más de dos millones de personas, entre ellas Alexander Arshenidze. La invasión española en las tierras aborígenes americanas aún deja heridas abiertas entre los pueblos latinos, que perdonan pero no olvidan, incluso con sangre europea en sus venas abiertas, y reclaman por la memoria de la cultura y la historia nativa. Alejandro Ramírez estaba realizando el servicio militar obligado por un gobierno de facto, cuando se vio inmiscuido en una guerra que no quería, donde pereció su cuerpo en el frío del Atlántico, dejando una carta cerrada a su madre, que nunca la iba a leer.
La niña que leía al borde del umbral el libro que le había robado al alquimista, juzgó de vacuos los relatos sobre las batallas y de inexplicables los motivos que empujaban a las gentes al sol testigo de miles de muertes y al polvo contaminado de sangres. Excepto una. La última guerra que aparecía en el libro, y la última de los hombres y mujeres. Dónde las armas eran las letras, el escudo la razón, el motivo las almas y el objetivo la paz. Y su final no eran miles de muertes, sino una firma con sangre de tinta, sobre un blanco papel. Una última guerra que el humano quizás nunca libre, porque quizás jamás la entienda. ¿Quién sabe si el libro del alquimista es real? ¿Quién sabe sobre la última guerra? Nadie. Ni siquiera la niña, que es la creación de un león en una tierra de inmortales, dónde la paz es eterna y el metal no ha forjado jamás la espada con la que se matará al primer hombre. Suerte para ella. Deseo para nosotros, los mortales. Que encuentren los hombres la última guerra, antes de que el alquimista forje la espada que blandirá sin miedo sobre su creación, para encontrar la paz eterna.
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Antología de los dioses en la tierra
Short StoryCuentos (¿cuentos?) cortos sobre los dioses en la tierra.