Cadáver exquisito

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El gaucho José Vázquez era hijo no reconocido de un importante terrateniente de ascendencia española, que no tuvo la valentía de aceptar el error tan castigado por Dios de haber engañado a su esposa y, sobre todo, no aguantó el peso social de explicarle a sus hijos que tenían un hermano cuya madre era "india". La madre de José fue quien le regaló el apellido y era una criolla de sangre querandí y europea que lo crió sola y sin ayuda; le enseñó a leer y a escribir, cosa rara en un gaucho de ese tiempo, y a realizar los trabajos necesarios para ganarse el pan. Triste destino para una familia tan pequeña, el de la madre caída enferma, con el hijo todavía joven y sin nadie que lo defienda. Tras el fallecimiento de su madre, por los tiempos de expansión de la incipiente República Argentina, Vázquez entró a trabajar de peón, en una estancia cerca de su casa natal, donde esquilando ovejas y montando potros, conseguía lo necesario para sobrevivir. Pero su pasión era otra: la poesía. Ya su madre le había enseñado a leer con poemas sacados quién sabe de dónde de Belgrano, a los que en su adolescencia se sumaron De Luca y José Mármol. Un cuaderno de tapa de cuero, que su madre había heredado en blanco, era víctima de la pluma y la tinta que le regaló un maestro de la zona, y así el gaucho José pasaba sus ratos de ocio, que, en ciertas épocas, eran tantos. Había diseñado (y siempre llevaba en el bolsillo) un artefacto parecido a lo que hoy es la birome. A un trozo de caña, lo había llenado con tinta y le había colocado un tapón en uno de los extremos, y un embudo de madera en el otro, que protegía con una tapa. Ingenioso y hábil, repartía sus momentos libres fuera de la estancia entre el escritorio y la pulpería. Y el implacable destino le volvió a jugar en contra.

Decidió un mal día, que no tenía trabajo, alejarse de la poesía y disfrutar un vaso de vino. Cuando llegó a la pulpería, el Juez de Paz (paradójico nombre) estaba parado en la puerta, acompañado de algunos soldados, reclutando hombres para la frontera, para avanzar sobre las tierras aborígenes. Cuando José se percató del peligro que corría allí, por no tener un nombre importante o alguien de poder que lo proteja, se estaban llevando un gringo de gran porte, llorando desconsolado, y un gaucho como él, que no decía nada y que cuando preguntaron por su nombre dijo Martín algo, pero Vázquez no alcanzó a escuchar el apellido porque había empezado a discutir con uno de los soldados que querían sumarlo a él también a la lista. Lo agregaron a la tropa, por no reaccionar a tiempo, y cuando se dio cuenta estaba en camino a librar una guerra que no quería que ni siquiera existiese, porque pensaba que todo el discurso oficial sobre las tribus violentas y peligrosas que ocupaban territorio que le pertenecía a la Nación era una completa falacia y que eran excusas para que los hombres como su padre, a quien no le tenía el más mínimo respeto, adquirieran más poder.

Cabalgaron las nuevas tropas recién reclutadas hacia "el Catón", algunos cargados de dignidad, otros de miedo y, los menos, de esperanzas. Eran estos últimos los que creían en la frase "en seis meses lo van a relevar" y aguardaban ansiosos el paso de ese plazo para ser considerados héroes que se pusieron en peligro por la patria. José Vázquez no pertenecía a ninguno de esos grupos. Marchaba al lado del mismo Martín que también estaba en la pulpería, que iba montado en un pingo moro brioso y libre, y mientras tanto pensaba, en su calidad de poeta, lo dramático de la situación. No tenía miedo, pero no quería seguir avanzando. No quería matar otros hombres, sean indios, gauchos o españoles. Hubiese sido como matarse él. Propugnaba fervientemente, y se observa en algunos de sus poemas encontrados por el historiador Federico Arambauco, que al ser la realidad una sola, es uno solo el árbol y es una sola el ave¹, por lo que también, un humano es todos los humanos, y quitarle la vida a uno, equivaldría a lastimar a todos. Por lo que despreciaba la guerra, sea cuales fueren los motivos, y ahora se veía arrastrado a ella. O tal vez no.

La segunda noche de viaje de la caravana militar hacia las Pampas, el grupo improvisó un campamento en algún punto del límite de la provincia, porque habían recibido informes sobre una compañía que había realizado un ataque a una aldea aborigen de las cercanías recientemente, y debían esperar el aviso para seguir avanzando sin correr peligro a causa de algún malón con ansias de venganza.

Esa noche José Vázquez se despertó bajo la luna llena, habrán sido las tres o cuatro de la madrugada, y, sin idear un plan, sin vigilar el perímetro, se levantó corriendo, montó un caballo y huyó al Oeste. No era cobarde, pero no quería matar a nadie. Esperó unos minutos, cabalgando rápidamente y miró hacia atrás. No lo había seguido nadie. Su transformación en desertor había pasado desapercibida. Soltó un poco las riendas y cabalgó tranquilo. No entendía que había hecho, ahora sería perseguido, perdido en el medio de la nada, donde seguramente moriría de hambre o a manos de un aborigen. Pero había escapado a la guerra. Había puesto en peligro su cuerpo para salvar su alma.

Enfrente suyo se alzaba una aldea aborigen completamente incendiada, con humo desparramándose todavía por su cielo. El Ejército Argentino se había retirado hace poco, seguramente. Entraría por mera curiosidad y quizás también para que alguien, por más que sea él, un argentino, duele por las almas de los asesinados.

Recorrió todos los espacios entre las tiendas, sin hallar un solo símbolo que no sea de destrucción, hasta que dentro de una oyó un llanto. Entró sin miedo, sin temor a represalias. Si existía alguna especie de justicia divina, un argentino podía entregarse a la muerte para redimir mínimamente semejante desastre causado por los suyos. Pero una vez adentro, no se encontró con un malón, o con diez personas apuntándolo con arco y flecha o una sola son una lanza afilada. En un rincón, rodeado de papeles escritos, lloraba un aborigen joven, de unos dieciséis años, acorralado por el miedo, porque un soldado acaba de entrar para matarlo.

-¿Qué escribís?- le dijo José Vázquez, ignorando el contexto, o, tal vez, tratando de dar a entender que él no significaba peligro y que iba a tratar de ayudarlo. No recibió respuesta y recién allí fue consciente de que debía tratar la situación con más tacto. Se sentó tranquilo a su lado y comenzó a hojear sus textos. Eran poemas. El joven destensó los músculos y se tranquilizó al notar que ese hombre no era como los otros, ni siquiera estaba armado, y que estaba tratando con tanto amor sus estrofas. Algunas estaban en castellano.

-¿Hablas español?- preguntó el gaucho, cómo para decir algo, porque la respuesta estaba en las letras, que tan bien unidas estaban en su lenguaje y formaban versos exquisitos.

-Sueño con la paz entre los hombres-contestó el poeta aborigen.

-Yo sueño que un humano es todos los humanos- replicó el poeta argentino, y, para celebrar esa reunión de hijos de Hesíodo, invitó sin hablar a su interlocutor a realizar un ejercicio que había ideado en una de sus horas de soledad, tratando de liberarlo, lo poco que pueda, del terror que había sufrido minutos atrás. Tomó una hoja y su caña con tinta del bolsillo y escribió sin que el otro vea:

¿Dónde anda la muerte que la están buscando?

Dicen que los capullos florecen bajo su sombra

Dobló la hoja de forma tal que sólo se vea el segundo verso, y se la pasó al otro, que enseguida entendió las reglas y el objetivo de lo que en el próximo siglo los surrealistas patentarían como cadáver exquisito. Y escribió:

Los caballos son más rápidos, más fuertes las boleadoras

Y un pájaro canta llorando que nadie ve el mismo sol

Dobló la hoja de forma tal que solo se vea el segundo verso y se la pasó al gaucho.

Así estuvieron, escapándose del terror y la soledad, dándole rienda suelta a su alma, tratando de que el aborigen olvide la masacre y el gaucho no se preocupe tanto por su futuro, hasta el amanecer, cuando tres soldados del Ejército Argentino entraron en la tienda y el de más alto rango los ejecutó a los dos. Al gaucho por desertor, y al aborigen por indio. Matando dos poetas con el mismo arma. Asesinando a todos los humanos y rompiendo con su sueño de paz. Dejando un poema infinito, escrito entre dos culturas, tirado en el suelo.


¹En su poema "Meditaciones de un gaucho" (1856 aprox.), explica que todas las cosas que vemos refieren a una misma idea común en todos los que la conozcan, y que, el mismo árbol que se está viendo, lo puede ver cualquier otro hombre:

[...]Y este lapacho que yo veo

Es todos los lapachos

Porque la idea es de los hombres

Y a ella es a quien responden

Las cosas que tienen nombre

O al menos es lo que yo creo [...]

Antología de los dioses en la tierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora