Lapacho

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Camila, Eva y Mario se sentaron alrededor de la mesa de té del zaguán. El sol de octubre brillaba por la ventana y un lapacho desflorado y verde los cubría de su caliente luz. Se llenaron los vasos de tranquilo jugo de naranja. Se llenó la sala de recuerdos invisibles. Mario le dio un beso a Camila y, mirando el árbol que los cubría del sol, le pidió que cuente la vez que había descubierto la leyenda sobre las flores rosadas del lapacho. Le di un beso más antes de separarlo un poco de mí. No tengo ganas de contar esa historia, porque es una historia dentro de una historia, como en las mamushkas borgeanas. Sin embargo, lo voy a hacer, y no porque me lo diga Mario, sino porque Eva no la conoce y sé que le encantan este tipo de relatos.

Habré tenido yo, no sé, unos nueve o diez años, cuando nos dieron esa tarea en la escuela a la que iba, que ya ni recuerdo el nombre, qué falta de respeto. La consigna que nos había dejado la maestra era la de hacer, escribir, crear, inventar una leyenda, de algo característico de esta región. Siempre me fascinaron las calles rosadas en invierno, con esa alfombra de flores que crujen bajo el peso de los pies que las arrollan inintencionalmente, y mi decisión sobre qué escribir no se hizo muy difícil, así que, al volver aquí, que ya era mi casa, las palabras empezaron a brotar con una facilidad impresionante, como si algún Dios de este Norte guiara mi mano. Claro que a esa edad, no le presté la atención suficiente.

Salí de mi casa temprano al día siguiente, con el cuadernito cargado de un texto sobre un lapacho, con el frío de ese invierno que se iba y con la luz caliente de un sol que me llegaba directamente al umbral, porque en esos tiempos en esta vereda no había ningún árbol. Perfumada por la magnificencia de la neblina de las siete de la mañana sobre la ciudad, hice andar mi bicicleta las diez cuadras que me separaban de la escuela y me apuré a entrar, a sentarme en mi banquito, a sacar el cuaderno con mi leyenda y mis dibujos. Y la neblina. Y el Dios del Norte.

"¿Quién quiere leer su tarea?" alzó la voz la mujer en el frente de la clase, de espaldas al pizarrón. Silencio, pero unas cuantas manos levantadas. La mía también. "Camila, ¿querés leer la tuya?" Le dije que sí y con mi voz aguda y alegre como la que tenía en aquel momento, antes del humo, el tiempo y las copas, empecé a leer el relato del que estaba tan orgullosa.

Lychar era un hombre fuerte, de estatura alta y (eso era lo más importante) de una inteligencia increíble. Era el hijo del cacique o líder (no sé cómo le decían) de la tribu de los buqarianos, que eran todos descendientes del dios Celmar, el señor del fuego y la sangre, y que por esa razón llevaban siempre un distintivo rojo en alguna parte de su cuerpo. Eran un pueblo cazador, pescador y extremadamente lo que hoy llamaríamos xenófobo. No permitían ningún contacto con otra tribu, para no perder la pureza jamás de su sangre de dioses. Pero Lychar quebraría (disculpen el cliché, mi querido Mario y mi querida Eva, lo he escrito hace mucho) con esa regla inquebrantable. Tenía sus razones. Tenía la razón de amar en secreto, a escondidas en el lago, a los besos en sus sueños, a una mujer de una tribu vecina: los tilonistas. Ella (que era descendiente de Tenea, señora del alma y las flores) y él, descendiente del señor del fuego y la sangre, se habían encontrado en cualquier lugar y se habían amado en todos.

Ella se llamaba Nemosi. Y lo había visto en lago. Él con su distintivo rojo, y ella, con su distintivo blanco. Él, hijo del sol, y ella, hija de la luna, sabían que no podían estar juntos. O tal vez sí. Si Tenea y Celmar dejaban mezclar sus sangres de dioses para volverlos humanos, tan humanos que serían capaces de amar. Causalidad de que Lychar y Nemosi hablen con sus dioses, con sus jefes, con sus reyes. ¿Y por qué no con ellos mismos? ¿Por qué no con el lago que los había encontrado? ¿Por qué no juntar la suavidad de flor de ella, y la altura de tronco de él, sin permiso de nadie y por simple libertad? No podían, así de simple. Respetaban a su tribu, a sus creencias, a su patria, y no morderían la manzana sin el permiso de todos ellos.

Un día se cruzaron las tribus. Estaban las dos yendo hacia el Norte. Se tensó el aire y se calentaron las venas. El espíritu guerrero distinguía tanto a un grupo como al otro. Y antes de que volara alguna flecha o corriera alguna lanza, Lychar y Nemosi rogaron a Tenea y a Celmar, arrodillados, uno enfrente del otro, que dejen unir, sino sus cuerpos, sus almas, y así enseñar a ambas tribus el poder incalculable del humano que ama. Dudaron los dioses, y dudaron de dudar. Discutieron entre ellos, hasta llegar a un veredicto sagrado. Bajaron Tenea y Celmar a flotar entre los hombres y las mujeres tilonistas y buqarianos, y acariciaron a Lychar el buqariano y a Nemosi la tilonista, que se abrazaron escupiendo amor, mientras se enraizaban sus pies en la tierra cerca del lago dónde se habían visto por primera vez, y sus cuerpos se unían, y sus almas también, y se volvían, gracia de los dioses, un árbol hermoso e imponente, con la altura de tronco de él y la belleza de ella. Admiraban, impávidos, los tilonistas y los buqarianos el milagro que ocurría frente a sus mortales ojos. Disfrutaban todos juntos la magia de los inmortales que les regalaban, en un árbol, cualidades y lecciones a ellos, los humanos. A ellos y a sus tribus. Y el distintivo rojo de él se incendió junto con el distintivo blanco de ella. La sangre y el alma se volvieron la flor rosada de ese árbol fruto de dioses, que enterraba sus raíces en esa parte del Norte de algún país. De ese árbol que eran ellos, que tanto se habían amado y que ahora eran uno, por el favor del señor del fuego y la sangre y de la señora del alma y las flores. Y el lapacho se volvió infinito, como la sangre y el alma. Como el amor.

Aplausos. Sobre todo de la señorita maestra. Creo que mis compañeros no habían entendido muy bien la historia. Yo tampoco. Mucho menos cuando, después de leer la última frase en mi cuaderno, una flor rosada con forma de campana se posó frente a mis ojos, al lado de mi mano, como agradecimiento por recordar su historia, por reproducirla entre los hombres y las mujeres.

Recuerdo haber salido de la escuela aquel día con la flor entre los dedos, y al llegar aquí, la enterré ahí donde ahora un tronco suelta unas ramas con unas hojas que nos cubren de la caliente luz del sol. Acaricié la tierra removida y brotó un verde tallo y empezó a florecer. Una sola rosada campana. Lychar y Nemosi. Me voy a buscar más jugo. No Camila, no es necesario, tenemos que ir a hacer lo que dijimos. Tenés razón Eva, ¿nos acompañás Mario?

Al salir los tres, Camila le regaló una caricia al lapacho de la vereda. A Lychar y a Nemosi. A la sangre y al alma. Al amor.

Antología de los dioses en la tierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora