Culpa

6.9K 696 1.7K
                                        

Las amargas noticias de que Ernesto De la Cruz se había escabullido de la justicia llegaron a él luego de investigar con camaradas. Habitaba en una iglesia antigua, casi de los primeros indicios después de la muerte. Dio con la dirección no considerando que estuviese habitada, pero con la esperanza de poder hallar algo con el suficiente valor como para ser tomado en cuenta a la hora de unir pistas.

Perforó los grandes portones con su mirada. Estaban oxidadas. Además de que había voces adentro que no se detendrían aun si lograba cruzar. Nada de ese fúnebre cementerio de plegarias estaba servido en bandeja de plata; las puertas estaban bloqueadas desde adentro con algo difícil de empujar.

Cruzó su inteligente pensamiento al resto de la estructura, había varios puntos débiles, pero consideraba las dificultades de atravesarlas con su propia cuenta. Gritos seguían succionando su audición mientras se lo planteaba: más no lo pensó dos veces. Se echó porras a si mismo antes de brincar lo mejor que pudo sobre la ventana rota y cruzar.

Esperó a que las voces se disiparan, quizá alguna conversación rota –causada debido a la inaudible voz del segundo locutor– quien figuró, lloraba quedito mientras la característica voz del cantante que le robó su fama gritaba maldiciones. Un artefacto que caía al suelo, y se quebraba.

Algo parecido a ¨No me gusta, hazlo de nuevo¨. A esa altura ya no era posible dudar quienes eran los protagonistas. En silencio se acercó al piso para ver las puertas bloqueadas por dentro en señal de egoísmo. Los tacones se alejaron lo suficiente como para declarar el terreno seguro.

Ernesto De la Cruz se había ido. Quizá.

Y quizá era suficiente para Rivera.

–¡Tadashi! – brincó sobre la barricada de bancas que estropeaban en la entrada, luchando impaciente por arribar al aludido. Al tenerlo un poco más de cerca contemplo el desastre que habían hecho con él.

Sus huesos habían sido tallados con una especie de lija, el polvillo blanco del suelo lo delataba. Sus cuentas negras con profundidad desmedida evidenciando sus acuosos ojos empapados; exento ya totalmente de sus extremidades inferiores. Pero su rostro, su rostro era lo que más dolía.

–Héctor– se quebró, su voz no fue más que un hilillo de miedo –Vete por favor, él está aquí.

–Épale chamaco– se apresuró a desmontar las ataduras con una estaca olvidada del suelo –Ya te cargó la chingada, ahora te cargo yo.

Lo levantó lo mejor que pudo, comprendiendo que no llegarían muy lejos sin sus piernas. El japonés se aferraba a él y en un extraño mantra de disculpa que ya ni siquiera era en español. Estaba hecho ruinas.

–Cállese morro, todo estará bien– su traje azul marino se logró humedecer con lágrimas en cuanto el más joven recargó su cabeza en él.

–No lo está– soltó el japonés, Héctor pateó las barreras de madera rustica, el arenero apuntaba que les faltaba tiempo –¡Él quería matar a Miguel!

Un paso en falso, ambos tropezaron, Rivera se ahogó con asombro, luego reparó con desesperación en levantarse.

–¿QUÉ? ¿Por qué?

El sonido de un par de tacones entró con urgencia a la habitación, el propietario no se hubiese dado cuenta del rescate si no fuera por el escándalo del compositor. De la Cruz se abrochó de nuevo el lazo que adornaba su traje, y su sonrisa pasiva sedujo la poca cordura de Hamada.

–No le hagas caso, está enfermo– concluyó el mariachi, casi sonando amable.

–¿Y tú no estás enfermo? – escupió Rivera con asco, atesorando la luz prendida de la habitación continua que acababa de ser encendida –No puedo creer que me digas algo así a mí; qué pantufla.

-. Entre Nosotros.- (HIROGUEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora