Capítulo 20: TRONCHA (Parte 2)

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Un intenso haz de luz LED barre la estancia.

Suciedad y mugre hasta convertirse en costras gruesas, espesas, tanto en el suelo como en las paredes. Restos de comida putrefacta en el suelo. Contenedores de comida de papel mohoso y recorridos por enjambres de cucarachas. Una mesa y unas sillas de playa oxidadas y con unas manchas de mugre marrón de apariencia viscosa. Un penetrante olor a orina y a heces en el aire.

Las paredes cobran vida de repente.

Blatodeos.

Cucarachas correteando por todas partes. Una verdadera legión, miríadas de esos repugnantes insectos recorriendo a velocidad de vértigo los muros, escondiéndose en las grietas, entre las sombras, por los resquicios del suelo,...

¡Joder, con el asco que les tengo!

Recorro rápidamente con la luz el suelo, las paredes, el techo. Sólo veo suciedad, mugre, roña, restos de excrementos humanos y animales, pero no hay rastro de Soto.

¡Maldita sea!

Un destello en la oscuridad me alerta. Siento que se me eriza el vello de la nuca.

Giro bruscamente y encañono el destello.

Me encuentro con los oscuros e iridiscentes ojos de una rata de oscuro pelaje. El animal husmea el aire, aparentemente tratando de identificar qué soy, mientras me mira con curiosidad. Está gorda, de proporciones jugosas, por lo que no me extrañaría que la hubiera interrumpido durante su banquete nocturno de insectos.

Voy retrocediendo muy despacio y enfoco los alrededores de la finca.

Jaramagos que crecen salvajes. El vallado de los pollos no muestra actividad alguna y, si alguna vez tuvo aves en su interior, eso debió ser hace mucho, no quedando más rastro que los restos de deposiciones de las gallináceas que manchan el suelo y la paja podrida de los burdos nichos en los que debieron haber estado.

Pero no hay rastro de Soto.

Es más, no hay rastros de presencia humana alguna en mucho tiempo.

–Mierda –bufo, apagando la linterna y saliendo a escape de la propiedad.

No he terminado de rebasar la valla cuando escucho un rápido repicar de pasos apresurados sobre la crepitante hacia donde estoy. Un coro de voces brutales de fondo acompaña las pisadas.

– ¡Manué, no vaya zolo! –berrea una voz.

– ¡Puta policía! –gruñe otro, inconfundible a mis oídos–. ¡Los v'y a reventá!

– ¡Luego lo' corgamos por log güevo y no' reímo un rato largo! –brama alguien más.

Escucho al menos otros dos timbres, otras dos voces distintas. No me hace falta pensar mucho para saber quiénes son: los hermanos Heredia. El primero que ha hablado era Ismael, el segundo Manuel, el tercero Paco, y los otros creo que son Luis y Perico.

Retrocedo hasta la caseta y me preparo, como si estuviera en El Álamo.

Aparecen las siluetas recortadas sobre la nieve. Todos son bajitos, achaparrados, y de complexión más o menos fuerte. En la oscuridad, sus rasgos parecen todavía más primitivos de lo que resultan a la luz del día.

Manuel me resulta tan inconfundible que casi me da por reír, si no fuera por la situación en la que me encuentro. Su frente plana y sobresaliente y rasgos de homínido le hacen parecer un homo antecessor recién salido de la excavación de Atapuerca.

CAMINANDO CON FUEGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora