9- Su lugar

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Jackson despertó solo en la cama. Se refregó los ojos con fuerza, ya que le escocían a causa de la repentina luz que se coló por sus párpados. Estiró los brazos y las piernas ampliamente, que era lo que una cama de matrimonio le permitía hacer. Se quedó un rato mirando al techo y, luego, decidió levantarse. Nada más salir de la habitación arrastrando las zapatillas, se cruzó con una niña con el cabello castaño oscuro y una cara muy parecida a la de su hermana cuando tenía su edad, unos diez años.

-¡Ah! ¡Buenos días, papá! Estamos haciendo el desayuno.

Se fijó en que estaba llevando una jarra de zumo entre las manos. Jackson sonrió.

-¿Qué me vais a preparar?

-Tostadas, nada del otro mundo.

-Pero si lo preparas tú seguro que estarán de muerte- le dijo mientras le revolvía el pelo, cosa que sabía que le hacía gracia que hiciera.

-Anda, deja de hacerme la pelota y ayuda un poco- dijo entre risas, aunque intentara hacerse la dura.

-Voy, voy...

Pero, antes de que pudiera hacer nada, sus piernas se vieron rodeadas por otros bracitos distintos.

-¡Papá!

Una aguda voz que provenía de un niño de cinco años le llamaba desde abajo.

-¿Qué pasa, renacuajo? ¡Cuánta energía por la mañana!

Le levantó en brazos, causando sus carcajadas. El niño no dudó en abrazarle y luego le miró de cerca, con ilusión en los ojos.

-Papá, ya han puesto las luces y las paradas en la plaza, ¿Podemos ir hoy? ¿Podemos?- suplicó, alargando la última "o".

-¡Claro! Pero antes le tenemos que preguntar a quien manda en esta casa...

Se dirigió a la cocina, aún con el pequeño de la casa en brazos. Allí, preparando el desayuno, estaba la persona con la que había compartido sus últimos años de vida. Tenía el pelo castaño, largo y ondulado, ya que había pactado algo con el diablo para que la edad a penas le afectara, ni a eso ni a su tersa y bella piel, la cual envidiaban todas sus compañeras.

-Eh, sargento Karen- la mujer se giró con una media sonrisa y una ceja alzada-. El agente Max quiere salir hoy a dar una vuelta para ver los puestecitos navideños. ¿Nos concede su permiso?

Ella se rió por el tono que empleaba a veces para convertirlo todo en un juego, desde que tanto Max como Lilly eran muy pequeños, al mismo tiempo que la criticaba por estar siempre dando órdenes.

-Claro. En cuanto acabemos de desayunar podemos ir, y si eso comemos por ahí.

El chico alzó los brazos, victorioso, y su padre sonrió tan solo por verlo tan feliz. El niño se bajó y corrió a informar a su hermana, y Jackson aprovechó para rodear la cintura de su mujer y apoyarse en su hombro con pereza.

-Buenos días a ti también- le dijo ella, divertida. Él sonrió irremediablemente.

-Buenos días, cariño.

Besó esos labios que había probado ya incontables veces. Nunca se saltaba la tradición de hacerlo cada mañana. Por muchos años que pasaban, creía imposible dejar de enamorarse cada vez más de esa mujer.

Desayunaron todos juntos, hablando de algunas anécdotas del trabajo de los padres o el colegio de los pequeños. Él no tenía demasiado que explicar, ya que eso de montar máquinas no tenía misterio ni interés, pero era lo que a él le gustaba y, por lo tanto, era feliz. Ella era periodista, así que estaba un poco más entretenida, pero nada superaba la vida de estudiante de los niños. No podían decir que se aburrían en la mesa. Cada mañana era así: todos juntos, en familia, hablando y comentando, sin necesidad de la pantalla de la televisión encendida ni de discutir nada.

No Hay HuevosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora