Thomas

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Mamá había preparado todo para la fiesta de cumpleaños de Thomas. Que soy yo. Hoy es dos de abril y Jackson —mi padrastro— que estaba colgando globos de colores, habla con ella para decirle que la tía que vive en otra ciudad no va a poder venir. Un hombre de pelo oscuro, está sentado en la mesa del patio hablando por teléfono, es amigo de papá y siempre viene a mi cumpleaños a hablar por teléfono con su reloj de águila.

—Mamá ¿cuánto falta para que vengan todos? — pregunto ansioso. Ella me sonríe con ternura.

—Faltan unos treinta minutos— dice mirando su reloj de malla blanca— tenemos que buscar el pastel que pediste ¿me acompañas?

— ¡Sí! — contesto dando saltos.

—Me quedaré por si alguien decide llegar temprano, no tarden demasiado— añade Jack, dándole un suave beso a mamá y mirándome de reojo— ¡Hey, empresario! Ayúdame a sacar esa mesa del camino...

— ¡Seguro! — contestó el otro hombre, despidiéndose de la persona en el celular.

La camioneta huele tan bien, como si el pastel estuviera rociado con perfume de chocolate. La pelota de crema se ve tentadora, pero el asiento del acompañante está fuera de mi alcance, y el cinturón de seguridad ajustado me aleja del objetivo. Mamá había puesto claro de luna en el reproductor y la tarareaba con una voz de cuento de hadas. El semáforo se pone en rojo y ella voltea a verme.

La luz de la tarde refleja en su cabello cobrizo y la piel blanca se ve suave, sus ojos me observan cristalizados. Parece un ángel, una princesa. Mi mamá es asombrosa.

—Estamos cerca, y justo a tiempo. Tus amigos van a estar muy contentos ¿no crees?

Asentí. Me sentía feliz y emocionado, siempre lo estaba, pero en los cumpleaños había regalos así que me sentía el triple de feliz. La casa estaba a seis calles desde el semáforo, siempre hacíamos este recorrido para la escuela.

El semáforo cambió a verde, mamá arrancó el auto y siguió mirándome por el retrovisor.

—Thomas, eres el niño más hiperactivo del mundo y...

—¡¡CUIDADO!!— gritó alguien desde la calle. Por la ventana de mamá vi un auto rojo que venía dando vueltas descontroladamente y, de repente, ya no había nada.

Negro.

< ¿Señora? No responde, llame a emergencias... ¡pero abrió los ojos! espere aquí, no se vaya a mover por favor, se lo ruego... ¡ayuda, hubo un accidente!>

—Thomas...

Negro.

—Thomas, despierta cariño, por favor...

La luz me cegó por completo, el auto estaba rodeado de humo y había pastel por todas partes. Estaba apoyado en el asiento del acompañante y el cinturón no me dejaba respirar bien, el cuerpo me dolía mucho; no podía dejar de temblar y mamá me observaba sin moverse desde la silla del conductor. Había mucha sangre en su rostro y no pude evitar ponerme a llorar.

—Mamá — qué está pasando... ¿por qué no puedo moverme? Las palabras no salían ni aunque me esforzara.

—Quieto Thomas, no te preocupes— dijo, su voz parecía muy débil.

Mamá tengo miedo, pensé.

—No te muevas de ahí— susurró. Miré a un lado y la puerta opuesta casi me había tocado el hombro.

Mamá comenzó a toser muy fuerte, algunas gotitas oscuras salpicaron su ropa sucia. No podía respirar. Volteó a mirarme con una sonrisa suave, intentó decir algo mientras me apretaba el rostro. Sus manos me recorrían el cuello y los brazos frenéticamente, pero sus labios solo se movían sin sentido.

— ¿Qué? — quise ayudarla. Mis oídos comenzaban sentir un pitido sordo y sirenas a lo lejos. Ya viene la ayuda, mamá. Están llegando, vas a estar bien.

De repente dejó de moverse, y su sonrisa se desvaneció. Sus ojos seguían clavados en mí. No pude mantenerme despierto y me rendí a la oscuridad otra vez.

Desperté una semana después en el hospital. Una señora llamada Isadora se quedó conmigo para preguntarme qué había pasado en el accidente, aunque no pude decírselo. Ni siquiera quería recordarlo, dolía tanto haber visto a mi mamá respirar así que deseaba poder sacarme uno de mis pulmones y dárselo para que volviera conmigo. Pero no lo haría, porque ya no estaba aquí ni lo estaría jamás. La señora del traje parecía frustrada de que solo podía llorar, y seguía haciéndome preguntas irritantes, así que cerré los ojos y fingí dormirme. Ella me advirtió, intentando ser amable, que seguiría viniendo a verme.

Un tiempo después me dejaron volver a casa. Nos mudamos a una casa más pequeña y vinimos a este pueblo; todo era más frío y ahora que lo había perdido todo, dudaba enormemente que algún día pudiera dejar de serlo. Los meses pasaron y todo empeoró: mi padrastro comenzó a prohibirme salir, dejé de asistir a la escuela nueva por no poder adaptarme y mi cabeza comenzó a ser lo que es hoy, así que consiguió internarme en este instituto y no volví a saber de él.

Y ahí estoy ahora. Castigado, por cierto.

Voces en el SótanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora