Sagrado

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Roces oscuros dentro de un  cuarto lleno de luz.

Deseo profundo dentro de los más sagrados rincones de aquella vieja iglesia.

Me miras mientras que un hombre crucificado nos mira a ambos. Yo me niego a mirarte, sé que si sucumbo ante ello, sucumbiré a todo lo que le sigue al juego de miraditas inocentes.

El coro empieza a rezar un salmo, todos se ponen de pie y me pierdes de vista. Es lo mejor que nos puede pasar a ambos.

Sé que quieres dedicarte, como tu padre, al Dios del que todos hablan, ese que, sin rostro, parece pacificar a todo el que lo invoca. Ese al que todos le lloran y le piden milagros. Ese que dicen, no castiga, pero al que culpan cuando sus peticiones no se ven inmediatamente acogidas.

Mi tío dice que así son los hombres del pueblo, aferrados, pero a la vez tan distantes. Apartados de una religión a la cual, por sangre, pertenece.

Mujeres que se persignan luego de pensar en el marido de la mejor amiga, niños con un rosario luego de golpear al hijo del jefe de papá.

Juegos que mantienen al pueblo dentro de los límites, dice él, una cerca que los ayuda a permanecer en el lado del deseo, pero no del de la lujuria.

Del lado del pensamiento, pero no del acto... No hace falta mas que un padrenuestro, para así recordarles, lo libertino de una sociedad que con rodillas de manera, de arrodilla ante su propia falta de misericordia.

En casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora