9: Decir adiós sin llorar (I)

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Sabes que amas a alguien cuando te duele realmente imaginar cómo sería la vida sin esa persona, pero amas muchísimo más cuando no piensas en cómo te haría bien o mal a ti sino a ese alguien.

No sé si fue cuando se durmió, abrazado a mí, llorando como un niño vulnerable o cuando dijo mi nombre entre sueños; aunque, bueno, quizá fue imaginarlo pasándola mal por tener a una sombra como yo detrás suyo o ese Te amo que creí que jamás escucharía. No sé cuándo lo decidí, pero sé que apenas fui consciente de ello, me lo grabé en la mente como cruel recordatorio: Lukas y yo no podemos estar juntos.

Lo recordaba de la última noche, ambos de camino al dormitorio. Recordaba cómo lo desvestí, con ternura que dolía, antes de limpiar su cuerpo con un paño húmedo. Lo recuerdo sonriendo con una sonrisa genuina, mientras hacía bromas sobre lo ridículo que me veía. Y también sobre lo mucho que le alegraba tenerme ahí y no en el dormitorio del curso anterior, lo creí, en serio. Y cómo dolió.

Por eso es que lloré entonces, no se lo dije, claro, era mejor que siguiera creyendo que aún no superaba el ataque de Marcos. Era mejor eso antes de decirle que lo que realmente me dolía era tener a ese Lukas, para mí, liberado, justo en la última noche antes de decirnos adiós para siempre. Era mejor la mentira antes que la verdad, como casi siempre en mi vida, porque la verdad era una mierda. Y la verdad era que lo nuestro no podía ser.

-Te ves como un niño. -Dijo- Como un niño bueno que merece un final feliz.

Sonreí con tristeza.

-Nosotros no tenemos un final feliz, no tenemos ni siquiera un final abierto. Estamos condenados a lo malo.

-Es lo más pesimista que te he escuchado.

-Quizá. -Acaricié su mejilla. Tocar su piel era un privilegio que sabía apreciar- Quizá solo soy sincero. Pero no importa, ¿si te beso soy más positivo?

-Déjame decidirlo después de que lo hagas.

No lo besé.

Recuerdo también que me limpió él a mí también y yo lo dejé ser, porque por dentro sabía que todo quedaría para siempre congelado en esa noche. Y juraría, por su felicidad casi inverosímil dadas las circunstancias y la previa paliza, que fue nuestro mejor momento. Esa noche, hicimos el amor, nos demostramos cómo hacer el amor y dormimos sin que nuestros cuerpos tuvieran mayor contacto que el de un abrazo. Era cálido, era cercano y secreto.

No me importó qué podrían pensar nuestros compañeros de habitación, porque al fin y al cabo todos sabíamos que peores situaciones que las dignas de vivir en Sodoma y Gomorra ocurrieron entre las paredes del edificio. Y las callamos, eran nuestro oscuro secreto a voces, del que teníamos prohibido hablar, pero que recordaríamos claramente años después.

Cuando desperté en la madrugada, una hora quizá después de haberme quedado dormido, y sentí el cuerpo de Lukas contra el mío, me permití odiar al mundo entero en silencio. Me escabullí lejos de él, con delicadeza, y corrí al baño para meterme bajo el grifo y borrar, aunque no quisiera, su aroma y su tacto. El agua solo borra la suciedad, lo sabría yo de memoria, pero era un buen comienzo.

Y cuando estuve listo, poco antes de que siquiera los demás pensaran en levantarse aunque era el día del bachillerato, tomé mi maleta y mi toga y me fui de ahí. Me ardió cada paso, sabiendo que estaba dejando atrás mi hogar y la vida que empecé ahí, pero diciéndome a mí mismo que viviría otra vez y no me provocaría nostalgia el recuerdo. Una mentira claro, pero supongo que ya se sabe que eso es mi vida.

Llegué hasta el segundo piso del laboratorio de física. Recuerdo que me senté en el pasillo vacío y solo pensé en que acababa de dejar a la única persona por la que realmente sentí amor, sin importar las chicas y chicos con los que había salido durante nuestras peleas. Y me senté, riendo por no llorar, y estuve ahí a la espera de la ceremonia del bachillerato.

Los besos que no te diDonde viven las historias. Descúbrelo ahora