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Aprisionada

Podría decir sin temor a equivocarme que estoy muerta, perdida en un mundo de oscuridad que no está dispuesto a soltarme bajo ninguna circunstancia. Parece como si estuviera flotando en la nada, en un lugar vacío que me lleva hacia donde quiere sin que pueda evitarlo. Trato de volver y erguirme por encima de todo esto, pero en mi cabeza, aparte de pesadez, solo habita ese instante; el recuerdo de ese camión rojo, sonando su bocina repetidas veces al tiempo que se dirige directo contra mi cara. Todo eso viene a mi mente mientras navego en este océano profundo y oscuro cuyo abismo me sumerge en la más inquietante de las dudas. ¿Dónde estoy? ¿En realidad estoy muerta como pienso? No lo sé. Lo único que tengo claro es que mi cabeza da vueltas como un trompo y que mi cuerpo está dormido, acalambrado. No siento nada, como si de verdad fuera un fantasma que no ha encontrado un mundo donde habitar.

     —Está comenzando a moverse un poco, señor. ¿Qué hacemos?

     —Salgan de la sala y permitan que despierte por sí misma. Ubíquense en sus lugares para comenzar con el procedimiento.

     Algunas voces extrañas se hacen presente mientras lucho contra este monstruo de negrura que me tiene aprisionada. Las escucho a la distancia, como si hablaran dentro de mi conciencia. Podría pensar que se trata de los médicos que de seguro están junto a los bordes de mi cama esperando alguna evolución de mi parte. Podrían incluso ser ángeles que vinieron para llevarme de la mano hasta su cielo. Aunque... siendo un poco más objetiva y analizando lo que ha sido mi vida, podría tratarse también de demonios que quieren conducirme a rastras hasta su infierno.

     —Señorita Walsh... —En medio de mi adormecimiento escucho una voz desconocida que pronuncia mi apellido—. Señorita Walsh... ¿Alcanza a escucharme? Dígame por favor si puede escucharme.

     Su llamado es un poco más discernible esta vez. Su tono es el de una voz masculina, elegante y cordial. Me habla una y otra vez hasta que su sonido se amalgama dentro de mi oído y deja de ser un simple murmullo; sin embargo, sigo sin tener idea de dónde proviene. ¿De verdad se trata de alguien del más allá? ¿Un ser enviado desde alguna parte para darme la bienvenida a mi nuevo mundo? ¡No! No creo que se trate de algo así; aunque la escucho retumbar por todas partes, se oye tan terrenal y cargada de defectos como la mía.

     —Señorita Walsh... —repite la voz—. ¿Alcanza a escucharme? Responda, por favor. Dígame si puede escucharme.

     La voz no cesa en ningún momento. El llamado reverbera en mis tímpanos como un eco molesto y confuso que escucho muchas veces desde mi oscuridad; desde mi propio silencio. Intento de alguna forma mover los dedos de mis manos, luego los de mis pies que están desnudos y algunas partes acalambradas de mi cuerpo con profundo desespero, con esa imperiosa necesidad de saber dónde estoy, o al menos, de convencerme a mí misma de que sigo con vida.

     —Señorita Walsh... Despierte, por favor.

     Con el paso de los segundos, de los desesperados intentos y al darme cuenta de que mis sentidos comienzan a responder, percibo un poco mejor la posición en la que me encuentro. Estoy sentada sobre una silla de madera: lo sé por su textura rústica y algunas filigranas que alcanzo a palpar con las yemas de mis dedos. Mis codos y la parte externa de mis antebrazos reposan sobre los laterales de la silla y mis muñecas se encuentran aprisionadas por grilletes metálicos y cortantes que me aprietan como si pretendieran partirlas de tajo. En medio de mi incomodidad hago un esfuerzo por zafar mis manos y sacudo con fuerza la silla, la estremezco hasta donde mis disminuidas fuerzas me lo permiten, pero el débil intento resulta infructuoso. Estoy esposada, aprisionada por completo, tengo todas mis extremidades inmovilizadas, incluidos los pies y cuello. Mi ceguera tiene una explicación simple y que es entendida tan pronto recupero el conocimiento: es causada por una venda con olor desagradable que pusieron en mis ojos y amarraron con un nudo estorboso en la parte trasera de mi cabeza. Esta situación me recuerda mucho a cuando juego a los cieguitos con mi hija Madison. A ella le encanta taparme los ojos porque desconfía de mí y cree que puedo hacer trampa. ¡Pero no! Esto es mucho más complejo que un simple juego. Mi hija nunca me amarraría de pies, manos y cuello, ni me llamaría jamás por mi apellido como lo hace la voz masculina que apenas alcanzo a escuchar, de una forma más clara cada vez.

LA MUERTE TIENE OJOS AZULES (Disponible en Librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora