10.

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Temible encrucijada

Estoy otra vez en este lugar, en el mismo vehículo donde estaba hace pocos minutos, pero con personas muy diferentes a Hewis y su conductor imprudente; ya hasta empiezo a extrañarlo y recordar sus sutiles, repetidas y elegantes palabras. Permanezco en un rincón, con la cabeza gacha y el hombro recostado en la pared de la cabina del vehículo, pensando cientos de cosas y maquinando otras miles, pero lo más extraño de todo es que lo hago sin el más mínimo asomo de temor.

     Por el momento, los ladrones se ven distraídos y no están muy interesados en mí. Ninguno de ellos parece querer determinarme y, pensándolo bien, es mejor que continúen con esa actitud. Cinco personas me acompañan en la parte trasera: dos de ellos están sentados junto a mí en la camilla, y los otros tres, parados a un lado de la caja fuerte. En la cabina del conductor deben ir dos o tres más de ellos.

     La caja fuerte no es tan grande como creía. Sus medidas son de un metro de alto con uno y medio de ancho aproximadamente, pero parecía estar elaborada con el metal más fino y resistente del mundo; un metal que ni con miles de bombas podría ser violentado, según veo. Por un momento llegué a decepcionarme y sentirme triste, ya que, al tratarse de uno de los bancos más importantes de los Estados Unidos, pensaba que íbamos a estar sumergidos hasta las narices en oro y billetes. ¡Pero no! Solo había una cajita pequeña que en el mejor de los casos podría contener uno dos o tres millones de dólares. Suficiente para que dos o tres personas inicien una nueva vida llena de lujos, pero no para veinte de ellas.

     Miles de ideas vienen a mi cabeza con cada kilómetro que el vehículo recorre hacia no sé dónde. Pensamientos acompañados de espontáneas sonrisas surcan mi mente y me regocijo con mi cabeza gacha como si estuviera recordando chistes o en un cuarto de relajación. Por momentos hasta alcanzo a imaginarme lo que pasaría si yo, por alguna casualidad o treta del destino, entrara a formar parte de la banda de ladrones:

     —¡Escuchen bien, muchachos! —Mi creatividad comienza a navegar en ese mar de posibilidades. Río agachada mientras construyo la escena—. ¿Qué les parece si trabajamos juntos y formamos el mejor equipo? Ustedes se encargan de robar los bancos y yo mato a todos los que quieran interponerse en nuestro camino. ¿Qué les parece?

     —¿Y cómo piensa hacerlo, señorita? —Uno de ellos se me acerca y me pregunta, curioso—. ¿Cómo va a matarlos? Nadie en el mundo puede morir.

     —Los mataré de esta forma, amigo. —Levanto mi cabeza—. ¡Míreme de frente y lo sabrá!

     El sujeto me mira y de inmediato cae al suelo como si fuera de plomo, a los pocos segundos se queda sin signos vitales. Los demás me miran asombrados y uno de ellos, el líder, se acerca sonriente. Lo que vio lo dejó maravillado. Él quiere aceptar el trato.

     —¿Usted puede hacer eso cada vez que mira a alguien? —me pregunta.

     —¡Claro! —le respondo—. ¿Acaso no lo vio...? Tengo los ojos más asesinos del mundo.

     —Está bien, de acuerdo —me extiende su mano—. Si usted puede hacer eso, entonces trabajemos juntos a partir de ahora.

     Lo siguiente que imagino es a los ladrones y a mí entrando a varios bancos para robarlos y desocuparlos. Después veo un fotograma de imágenes mías y de mi hija, paseando por el mundo hasta los lugares más alejados y exóticos. Esa sería quizá una buena idea, y en mi pensamiento los ladrones son personas amigables que solo requieren de algo de dinero para satisfacer sus necesidades. Pero esa película irrisoria que formo en mi mente mientras mantengo mi cabeza gacha está bastante alejada de la realidad y no tardé mucho en estrellarme contra el mundo para darme cuenta de ello.

LA MUERTE TIENE OJOS AZULES (Disponible en Librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora