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¿Qué le pasó a mí perro?

La mujer caminaba directo hacia su muerte. Ese día para ella no era alegre, pero aun así, vestía un traje color naranja que bien podría servir para alguna fiesta de disfraces. Estaba esposada de pies a cabeza y daba cada uno de sus pasos con la cabeza gacha, denotando desconcierto en cada uno de sus gestos. Ella sabía que había cometido un grave delito, uno tan nefasto que de seguro entraría sin problema al ranking de los más horripilantes: fue declarada culpable de asesinar a su esposo y a sus dos hijos dentro de su casa, en una negra y tormentosa noche que distaba mucho de considerarse una noche cualquiera.

     Al día siguiente, cuando la policía fue alertada de los posibles hechos, ella fue hallada dormida a un lado de los cuerpos, con un cuchillo lleno de sangre entre sus manos. La mujer aseguró siempre no recordar nada de lo acontecido y esa fue la versión que sostuvo cada vez que era interrogada en los juicios que empezaron en su contra. Más tarde, se conoció que su relato era cierto y que esa noche había perdido todos sus cabales a causa de las altas dosis de droga que consumió, lo que en apariencia disminuía en un pequeño grado su responsabilidad. Pero, lo que en su momento se consideró como el arma más efectiva de la defensa a favor de su prohijada, resultó irrelevante para la justicia norteamericana a la hora de dictar su fallo. Esa tarea le correspondió a una juez, una de esas mujeres que parecen cansadas del patriarcado masculino y que con sus actos suelen ser más implacables que los mismos hombres. Ella fue la encargada de impartir justicia en este caso y, con una voz gruesa y rígida que por momentos me hizo dudar de su verdadero sexo, profirió una sentencia condenatoria que implicaba su ejecución en la silla eléctrica.

     La condenada, de treinta y cinco años, se llamaba Lisa Crason, y todos pudimos ver por televisión, unos con una sonrisa y otros con un enorme pesar, los instantes previos a su ejecución. En ella se podía distinguir a leguas ese rostro triste, derrotado y compungido que suele notársele a quienes están arrepentidos de sus actos.

     Yo le dedicaba una mirada gélida detrás de la pantalla, con uno de mis dedos presionando mi cachete derecho y sin decir nada, pero con sentimientos encontrados que no sabían si condenarla o declararla inocente. En ese instante solo me limité a mirarla detenidamente y a intentar descifrar el motivo por el que había hecho tal cosa.

     ¿Qué fue tan fuerte que limitó el raciocinio de esa mujer para que atentara contra la vida de sus hijos? Lo de su esposo es muy común y sin necesidad de irme hasta las estadísticas, puedo afirmar que ha habido múltiples casos similares. Si yo hablara basada en mi propia experiencia, creo que sería capaz de matar con mis propias manos al padre de mi hija si lo tuviera enfrente, y no creo que dudara un solo instante en hacerlo, ¡el idiota es un malnacido desgraciado! ¿Pero los hijos...? Atentar contra la vida de un niño es algo que no logro concebir; precisamente uno de los hombres que yo más odio en mi vida, aparte del padre de mi hija, es un sujeto que asesinó a treinta niños dentro de un autobús escolar.

     Ella avanzaba sin mucha prisa hacia la sala de ejecuciones y, mientras lo hacía, lloraba con su cabeza siempre apuntando al suelo. Estoy segura de que en medio de su silencio y de sus últimos minutos de suplicio le oraba a Dios por su perdón y para que, al morir, la recibiera junto a él. Para la ley del hombre ya todo estaba escrito y no había nada que pudiera hacerse para cambiar su destino, pero ella parecía creer que Dios funciona de otra manera, que su constitución política es muy diferente a la nuestra y que, si se lo pedía de la forma correcta, él tal vez estaría dispuesto a perdonarla y recibirla en su seno.

     La trasmisión fue cortada un poco antes de que la mujer ingresara al lugar de ejecución y solo se supo de su destino minutos después, cuando su deceso fue anunciado de manera abierta en los medios. Yo me quedé en silencio por un momento mientras veía todo aquello y después, cuando todo finalizó, apagué mi televisión, quité mi dedo del cachete y me pregunté: ¿qué sentirá alguien que es llevado con cadenas hacia el interior de una sala de ejecuciones? En ese momento de mi vida no lo sabía, pero ahora parece que estoy a punto de sentirlo en carne propia.

LA MUERTE TIENE OJOS AZULES (Disponible en Librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora