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Decisiones difíciles

Hewis llegó en las horas de la madrugada. Pude sentirlo caminando por los pasillos antes de quedarme dormida junto a mi hija. Mis horas de sueño se han acortado considerablemente. Ya no suelo dormir largos periodos como acostumbraba antes, ahora con tres o cuatro horas mi sueño y cansancio se esfuman, se alejan de mí.

     Mi hija despierta conmigo. Tiene hambre y me lo hace saber. El mayor problema que enfrento con su petición y que no sé de qué forma solucionar es, ¿cómo diablos voy a preparar desayuno con los ojos vendados? Podría dejar a mi hija en el cuarto y quitarme la venda en la cocina, pero Hewis debe estar dentro de la casa, a él tampoco puedo verlo. Antes quería verlo para matarlo, pero ya no, mis pensamientos han cambiado. Ya se reivindicó un poco conmigo, aunque todavía me debe un perro, y tiene que ser uno igual a Elton.

     —Quédate en el cuarto mi amor —le pido a mi hija—. Entro un momento al baño y luego voy a prepararte desayuno, ¿está bien?

     Después de lavarme los dientes con algo de prisa, salgo del baño y me dirijo hasta la sala con la venda puesta. La casa se me hace más familiar con cada hora que paso en ella. Ya no me impacto en las piernas y conozco casi a la perfección el lugar donde está cada cosa. Llego a la sala y me dirijo hasta la cocina. No escucho a nadie y eso me tranquiliza, ya que así podré quitarme la venda un momento, al menos mientras le preparo algo a mi hija, solo a mi hija, porque yo por ahora no quiero comer nada.

     Mis ansias de comer han ido disminuyendo cada día y eso he podido notarlo a la perfección. Desde que desperté en la sala de ejecuciones solo he comido una hamburguesa y las pastas que anoche preparó Darren. Cada vez siento menos hambre, menos ganas de probar bocado. Podría pasarme semanas enteras sin comer y creo que estaría de la misma forma. La muerte no siente hambre, , lo más lógico es que tampoco la sienta yo.

     Me acerco hasta la cocina aún con la venda puesta. Estoy a punto de quitármela cuando siento una voz.

     —¿Quiere que le ayude en algo, Evie? —dice Hewis. El siempre y eterno Hewis con su voz inoportuna. Todavía me parece estarlo escuchando en la sala de ejecuciones—. Siéntese tranquila en el comedor —sugiere—. Yo les prepararé algo antes de irme para el trabajo.

     —¿Seguro quiere hacerlo? —le pregunto.

     —A su hija le gustan mucho los huevos y las tortas de harina —responde—. Ya se las he preparado varias veces.

     —Está bien. Gracias... señor Danner Hewis.

     —¿Aún se le dificulta pronunciar mi apellido o ya se acostumbró a la forma en que lo hace?

     —¿Le molesta?

     —Para nada, ¿cómo cree? —Se echa a reír—. Ya me acostumbré a que me llame de esa forma. Incluso estoy pensando en cambiármelo y dejarlo así, como usted lo pronuncia.

     Me siento de nuevo sobre la silla que hay en el mesón que separa la cocina de la sala. Una silla que ya parece de mi propiedad.

     Hewis seguía siendo un misterio para mí, un gran enigma, indescifrable y sin forma. Su manera de expresarse es decente y respetuosa, y su tono deja ver cierta sapiencia en cada palabra que sale de su boca. Es de esas personas que te hacen sentir segura y protegida con tan solo escucharlo.

     —¿Dónde estaba usted anoche? —le pregunto—. La ciudad estaba encendida, pero usted sale a tener citas clandestinas.

     —No olvide que trabajo para una entidad investigativa, Evie —responde mientras escucho el sonido que genera el aceite en la sartén—. Mis horarios no reconocen otra cosa diferente a mis obligaciones.

LA MUERTE TIENE OJOS AZULES (Disponible en Librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora