6.

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Dos semanas

El martilleo constante que siento en mis ojos y el horror del recuerdo que me produce la escena de la niña del tren, ocasiona que me despierte llena de miedo e incertidumbre. Cuando abro mis ojos me encuentro con un techo negro y metálico sobre mi cabeza, de alto blindaje según puedo notar. Me levanto de la incómoda camilla donde estoy acostada y advierto que estoy dentro de algo parecido a un vehículo blindado, semejante a esos en los que transportan el dinero de los grandes bancos. Al parecer está dividido en dos secciones: cabina y un gran cuarto que funciona como bóveda, que es donde me tienen.

     No hay nadie junto a mí, pero a diferencia de cuando estaba en la sala de ejecuciones ya mis manos y pies no están atados ni tengo mis ojos vendados, pero hay una cadena de pequeño grosor sujeta a una correa metálica que rodea mi cintura. La tomo y empiezo a recorrerla hasta averiguar de dónde proviene y alcanzo a ver una bisagra gruesa sobresaliendo del piso del vehículo. La cadena tiene un largor considerable y me permite hacer movimientos dentro del espacio donde me encuentro, pero no deja de ser molesto sentir que te tratan como a un animal salvaje.

     Es un gusto poder sentirme libre. Bueno, no tan libre en realidad, pero poderme mover aunque sea un poco y usar todos mis sentidos representa un leve alivio, sin duda. Miro hacia todos lados pretendiendo encontrar alguna señal que me indique el lugar donde me encuentro, pero lo único que puedo percibir, aparte de que estoy dentro de un vehículo donde no escucho casi nada, es que me llevan con prisa hacia alguna parte. Lo sé por la forma en que se tambalea mi cuerpo al intentar contrarrestar los abruptos movimientos.

     —¡Hewis! —llamo—. ¡Hewis! —Tengo la esperanza de que en alguna parte haya algún micrófono que les dé a entender que he despertado—. ¡Hewis...!

     —Aquí estoy, Evie, no hay necesidad de gritar —su repentino saludo sale desde el techo. Dirijo mi vista hacia allí, y en un rincón alcanzo a ver un pequeño parlante, no más grande que una moneda de diez centavos—. ¿Cómo se siente? Ojalá que haya podido descansar lo suficiente.

     —¿Dónde estoy ahora? —pregunto—. ¿Hacia dónde carajos me llevan?

     —Creí que preguntaría sobre el tiempo que lleva dormida.

     —¡Bueno, sí! —Me agarro la cabeza—. Maldita sea, ¿cuánto llevo dormida?

     —Durmió como un bebé toda la noche. En este momento son las ocho de la mañana.

     —¿Qué fue lo que ocurrió? Lo último que recuerdo fue cuando los ojos de ese hombre se salieron.

     —El hombre murió, Evie —me informa—. El asesino del autobús ya no está en este mundo.

     —Sí, sí, eso vi. Vi cuando el idiota se sentó y su cabeza se quemó —después de decir esas palabras, las dudas sobre la forma en que se desarrolló su deceso me invaden—. Pero... ¿qué fue lo que le hicieron para que muriera de esa forma? Yo no vi nada ni a nadie cerca de él que pudiera causar ese tipo de reacciones en su cuerpo.

     —Las reacciones que ese hombre tuvo antes de morir, es decir; lo de su cabeza quemada, sus temblores y los ojos que se le salieron fueron causados por las dos ejecuciones a las que fue sometido antes.

     —Entonces lo que ese hombre dijo es verdad... —afirmo, pretendiendo recordar ese instante. Luego vuelve a mí el sentido de la lógica—. ¡A ver, no me quiera ver la cara, Hewis! Nadie sobrevive a dos ejecuciones en silla eléctrica.

     —De hecho y como pudo comprobarlo de propia boca del asesino, él sí pudo hacerlo —siento su respuesta cargada de seguridad, una seguridad que no lo deja mentir—. A propósito, Evie. ¿No le han dicho antes que tiene unos hermosos ojos?

LA MUERTE TIENE OJOS AZULES (Disponible en Librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora