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El asesino y yo

Está conmigo desde el día siguiente a mi cumpleaños número dieciocho. Desde esa mañana en que llegué a mi casa entre lágrimas, luego de esa confusa y horrorosa noche en la que quedé embarazada de mi pequeña hija. Yo lloraba desconsolada en la sala, estaba sentada en el mueble cuando el timbre de la puerta sonó, y al abrirla, había un pequeño perrito, de unos dos o tres meses de edad, durmiendo en una canasta de juncos y con un moño azul sobre su cabeza. Nunca supe quién lo trajo hasta allí ni mucho menos la razón por la que lo hizo, pero aquello fue un aliciente para mi tristeza, un regalo que hasta el día de hoy recuerdo con profundo cariño. Ese día especialmente, Elton fue mi acompañante fiel y el pañuelo de lágrimas que utilicé para equilibrar un poco mi pena. Recuerdo muy bien que lo llevé conmigo hasta la universidad ya que mi tía no se encontraba en casa y no tenía quien lo cuidara mientras yo estudiaba, lo cual me ocasionó una fuerte reprimenda por parte de una de mis maestras, una mujer llamada Matilde. 

     Ese hermoso perro comenzó a formar parte de mi vida desde esa extraña mañana y siempre que llegaba a mi hogar después de una larga jornada de estudios, él era el primero en salir de su refugio de madera para recibirme. Su cola se movía como un abanico, sus orejas parecían danzar en completa sincronía con ella y sus ladridos eran suaves, como los de un suricato recién nacido. Todavía tengo impregnada en mi recuerdo la alegría que expresaban sus ojos cuando me veía abrir la puerta. Es de esos rostros que se quedan en tu recuerdo y te llenan de una sonrisa enigmática durante todo el día; como la de aquellos enamorados que no olvidan su cita de la noche anterior. Ya no queda nada de aquellas expresiones ni de aquellos gestos adornados con la más sublime de las ternuras. Todo eso desapareció por completo. Solo queda un cuerpo tirado en el suelo que yo no puedo ver, que tampoco puedo tocar para dedicarle un adiós ni darle un último beso. 

     Daría lo que fuera por escuchar sus ladridos, entregaría todo por escuchar los sonidos mimados que emitía cuando tenía hambre y quería que lo alimentaran. Ya no queda nada de eso que me hacía amarlo como un hijo, y en su lugar, escucho la misma voz fuerte y gruesa que hace preguntas estúpidas y retumba en cada rincón de la sala donde me encuentro. ¡Siento que la detesto como a nada en este mundo!

     —¡Ya le dije que no sé nada, grandísimo hijo de perra! —Le grito con las pocas fuerzas que me quedan. Después de darme cuenta de la muerte de Elton, me importa muy poco lo que pueda ocurrir.

     —Le sugiero una vez más que se calme, señorita. Esto no termina y necesitamos continuar con el procedimiento.

     —¡Se puede meter su maldito procedimiento por donde mejor le quepa! —La silla se estremece cada vez que emito mis reclamos. Este objeto de madera se convierte en lo único con lo que puedo descargar la enorme rabia que tengo—. Ya mataron a mi perro. ¿Ahora qué mierdas quieren hacer conmigo?

     —Solo necesitamos comprobar algunas cosas, nada más. Tan pronto lo hagamos se podrá ir para su casa junto a su hija.

     —Desde hace rato me está diciendo lo mismo. ¿De qué cosas me habla?

     —Sus palabras son cada vez más confusas. La duda surge y se apodera de mí cada segundo—. ¡Respóndame Hewis! —le exijo—. Si no me habla con claridad, no voy a decir una sola palabra más.

     —La contextualizaré respecto a algunos eventos que han sucedido en los últimos días —contesta con una voz seca, como sin muchas ganas de tocar el tema—. Pero lo haré cuando hagamos la siguiente prueba.

     —Le advertí que no voy a hablar hasta que me diga lo que está pasando —amenazo—. Es en serio, Hewis. No voy a decir nada hasta que no sepa lo que está pasando.

LA MUERTE TIENE OJOS AZULES (Disponible en Librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora