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"Bueno, como no tengo otra manera de empezar, os contaré mi historia.

Me llamo Claire Farron, tengo 18 años. Tengo una hermana gemela llamada Serah. Bien, hasta ahí todo normal. Con respecto a mis padres: mi madre murió unas horas después de que naciéramos mi hermana y yo. Y mi padre es un cabrón sin escrúpulos que se largó en cuanto mi madre le dijo que estaba embarazada. Sí, vinimos de sorpresa las dos. Nacimos en Francia, por cierto, el lugar no me acuerdo. Nos llevaron a un orfanato de España y ahí viví los primeros cinco años de mi vida con mi hermana. Éramos uña y carne. Recuerdo que una vez un crío se metió conmigo y ella me defendió pegándole una patada en su entrepierna. Se pasó fregando el rellano durante dos semanas, pero dijo que por mi haría lo que sea.

Todo genial hasta que vinieron a por mí. Una familia de clase media apellidada Graceffa dijo que me quería. Me llevaron con ellos y nunca volvería a ver a mi hermana. ¿Con ellos? La verdad, fue la única familia con la que estuve a gusto. Tenía un hermanastro llamado Paul. Era majo, aunque nunca me cayó tan bien como Serah.

Un año después, me metieron en una escuela de cuyo nombre no me acuerdo porque no fue importante para mí, ya que dos meses después me echaron de ella por una gamberrada que yo no hice. Por supuesto, la familia Graceffa no se podía permitir una mala reputación, así que, aunque a regañadientes, me llevaron otra vez al orfanato. Cuando volví mi hermana ya no estaba allí. Dijeron que se la llevó una familia de Nueva York.

Un mes después, una familia española me adoptó. Ninguno de sus integrantes me dio una buena impresión. Los mayores estaban gordos y los pequeños anoréxicos.

El que se supone que es el padre estaba, además de gordo, calvo y vestía un traje. La que se supone que es la madre, también estaba gorda, aunque era la única que me recibía con una amplia sonrisa. La niña mayor estaba con su móvil y ni si quiera levantó la mirada en cuanto salí con las bolsas. Increíble, ni una pizca de curiosidad. La pequeña me miraba con cara maliciosa y jugaba con su conejo de peluche zarrapastroso. El chaval, que se veía el mayor, vestía muy informal comparándolo con sus hermanos y padres. Me acordaba muy bien de ese día, tanto que me da escalofríos cada vez que pienso en él. Me llevaron a su casa del centro de Madrid y allí pasé cómodamente cinco días. Creía que, si me echaban de más familias, me acomodaría bastante bien. Qué tonta fui.

Lancey, el padre, me llamaba cada dos por tres para llevarle una cerveza y si no lo hacía, me pegaba.

Mi hermanastro, William, de 18 años, me pedía que escondiese tubitos blancos que en su momento no sabía lo que eran. Eran cigarrillos.

Claire, mi tocaya y hermanastra mayor, me hacía pasarelas y le tenía que dar mi sincera opinión, si no, me tiraba de los pelos. Una vez me arrancó un pequeño mechón.

Y mi última, y peor, hermanastra, Mary, de un par de años menor que yo, pero era muy espabilada. Me pedía que le hiciese sus tareas de casa o le decía a nuestros padres que escondía cosas de Will, los cigarrillos, y yo no podía decirles lo de Will, porque, a parte de que no me creerían, mi hermano me pegaría.

En resumen, esos cuatro años de mi vida, recibí los estímulos para ser quien soy ahora.

Mi madre, Carmela, era la mejor de todos. Era la única que no me pegaba y hacía todo lo que podía para que mis hermanos no me tratasen mal. Con mi padre ya era otra historia. Él también la pegaba. Horrible.

Me obligaban a llamarlos papá y mamá, así que no os extrañe que los llame padre y madre.

A los diez años, decidí hacer la comunión, y debo de decir que puede que fuese la mejor decisión de mi vida, y sí, debo de ser la única que lo admite, pero sólo la hice por el dinero. Recaudé poco más de 1200€. Cuando les dije a mis padres que lo quería en efectivo, me miraron un poco mal. En el banco no me iba a ser muy útil. Iba preparada para fugarme: el pasaporte, el billete de avión, la maleta y el documento falsificado. Este último se zampó 300€, pero valdrá la pena. Lo único que dejé allí son los recuerdos. Entonces, mi madre entró y me pilló. Lo extraño es que llevaba una maleta. Me dijo que venía conmigo, a Nueva York. Tenía una hermana lejana que vivía allí y que nos podíamos quedar con ella y su hija.

Cuando llegamos, mi hasta ahora desconocida tía y mi prima, nos acogieron como si nos conociesen de toda la vida. Bueno, puede que a mi madre sí, pero a mí nunca antes me habían visto. Mi prima tenía un extraño parecido a mí, durante unos meses tuve esa ilusión de que fuese mi hermana, pero no, no tenía esa cicatriz detrás de la oreja que sólo yo sabía que estaba allí.

En Nueva York cambió mi vida drásticamente.

La Chica De NegroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora