VIII

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—Con mucho miedo, corro hasta dónde se suponía que estaba, pero no lo veo por ningún lado, sólo hay un hueco, grito su nombre, no responde. Veo a todos lados, no hay nadie, nadie sabe que estamos aquí, estoy solo y no sé dónde está mi primo. Tengo miedo. Empiezo a escuchar golpes y veo que el agua empieza a moverse, mi primo saca la cabeza... Está dentro de el agua, fría. No sé que hacer.

»Levanta sus manos, quiere salir, no puede y yo... No puedo hacer nada. No puedo moverme. No puedo gritar. Me pide ayuda, no puede respirar. No hago nada sólo lo veo, veo cómo se está ahogando y no... No...

Abro los ojos.

Estoy llorando y por mi rostro corren gotas de sudor.

—Murió por mi culpa —el terapeuta se acerca a mí—. Yo no hice nada. Pude ayudarlo..., pero no lo hice.

—Tenías nueve años, tú mismo lo dijiste —me da un vaso con agua—. Eras un niño, tenías miedo, es normal —tomo el vaso, me tiemblan las manos.

—Pero debí hacer algo.

—Entraste en shock.

—Todos dijeron que yo lo había matado y era verdad. Desde ese día ni mi vida, ni la de mi familia volvió a ser igual, nadie me quiere cerca, porque yo...

—Stephen, ¿sabes cuál es el problema? —lo veo y niego—. Todo éste tiempo has cargado con una culpa que no te corresponde, tú no querías ir, tú eras un niño, tenías miedo y no pudiste ayudarlo, eso no te hace culpable. ¿Alguna vez has pensado en todos los doctores que no han podido salvar a sus pacientes?

»Ellos tratan de hacerlo, pero no lo logran y eso no los hace culpable. En ésta vida hay cosas que no tienen solución, no importa lo que hagamos, si tienen que pasar... pasarán.

Tomo agua y pienso lo que me dijo, pero, la culpa aun sigue ahí.

La sesión termina y salgo de la clínica, me quedo en la acera, alguien vendrá por mí. Levantó la mirada y veo mi rostro reflejado en el cristal de un auto que está estacionado. Tengo los ojos irritados, me arden, me los froto un poco y cuándo los vuelvo a abrir, me asusto al ver mi reflejo... Estoy lleno de sangre.

Me quedo inmóvil, sólo viéndome, ¿por qué tengo sangre? Quiero acercarme, pero el auto se mueve, me giro y me veo en la ventana de cristal de la clínica, estoy bien, no hay sangre. Siento una mano en el hombro y me asusto.

—¿Qué pasa? —es Steven y me ve preocupado—. Estás más pálido de lo normal y tienes los ojos... ¿has llorado?

—¿Podemos irnos? —asiente.

Subimos a la camioneta y conduce a casa, en el camino ambos estamos callados, supongo que quiere darme mi espacio y se lo agradezco, no sé si estoy listo para hablar de lo que vi y mucho menos volver a recordar por segunda vez en el día lo sucedido hace años.


Todo el día he estado encerrado en mi habitación, no he querido comer y tampoco hablar con alguien. Mamá está preocupada, pero la tranquilice un poco diciéndole que al parecer me daría un resfriado. Mi hermano no está en casa y papá tampoco, sólo mamá y yo, y si mis cálculos no fallan en veinte minutos se irá.

Tengo sed así que voy a la cocina, en dónde mamá está terminando de preparar galletas para llevarlas a casa de su amiga, tomo un vaso y lo lleno de agua.

—¿Te sientes mejor, bebé? —mamá pone su mano en mi frente.

—Si mamá, ya estoy mejor —tomo el agua y dejo el vaso en el fregadero.

—Iré a ver a mis amigas, pero sino te sientes bien puedo quedarme.

—Estoy bien —suspiro.

—Bien. Me voy. Pero si necesitas algo me llamas.

—Mamá, soy mayor de edad, así que sé bien que hacer.

—Está bien, está bien —besa mi mejilla—. Ya me voy —toma las galletas.

—¿Me das una? —sonríe.

—Ahí están las tuyas —señala detrás de mí, me giro y al ver un plato con varias galletas, mis ojos brillan.

—¡Gracias! Te amo mamá —le lanzo un beso y se va.

Tomo mis galletas, un vaso de leche y voy a la sala a comerlas, tengo mucho trabajo por hacer.

Pesadillas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora