Capítulo 7

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Es tarde pero no consigo dormir. Mi padre me ha dejado un plato de espaguetis - bastante duros, por cierto- en la cocina y me ha escrito una nota diciendo que iba a llegar tarde. Supongo que se debe a esa tal Victoria.

Llevo horas intentando encontrarle algún sentido a todo esto. Me cuesta pensar que Caleb haya tenido algo que ver con el secuestro de Bal, el hijo de los Harrison. Duele admitir que haya sido capaz de hacer tal cosa. Tiene aspecto de chico duro, pero no la clase de chico duro que secuestra niños, sino la clase de los que actúan antes de pensar y luego encuentran una manera de recompensarte por lo sucedido. Supongo, quiero decir, porque tampoco le conozco tanto.

Miro a través de la ventana y observo un muchacho caminando grácilmente por la plaza que hay justo en frente de mi casa. Lleva una chaqueta de cuero de color negro y el pelo recogido en una baja coleta despeinada.

Decido bajar a hablar con él, en parte porque no tengo nada mejor que hacer y en parte porque su aspecto me resulta familiar.

Justo cuando estoy a punto de entablar conversación con él, veo que mira nerviosamente su teléfono. No creo que me haya visto. Para asegurarme de que sea así, me escondo detrás de un buzón de correos que está situado a escasos metros de él. Tal vez lo mejor sea volver por donde he venido, ya que su expresión es dura pero a la vez tiene un destello de peligro.

Veo cómo sujeta el teléfono con tanta fuera que sus nudillos se vuelven blancos. Parece que está enfadado. Me pregunto por qué. Se mete el teléfono de nuevo en el bolsillo y se aleja caminando a un paso ligero. Cuando se gira, me quedo atónita mirando su chaqueta. Tiene un parche en el brazo izquierdo. Un parche que yo ya había visto en una ocasión. En alguien.

En Caleb.

Tengo dos opciones : o bien vuelvo a mi casa y hago como que nada de esto ha pasado - lo cual es lo más seguro probablemente-, o bien me guío por mi instinto y sigo a ese chico. Puede que encuentre las respuestas que necesito. O puede que acabe en la mitad de la nada sin idea alguna de dónde estoy - a decir verdad tampoco es muy probable porque este pueblo es más pequeño que un centro comercial. Literalmente.

Me pongo la capucha de mi sudadera negra y le sigo intentando ser lo más discreta posible. Llevo horas siguiéndole y nada. Quizá lo mejor sea volver. Cuando decido regresar a mi casa atisbo una pequeña luz procedente del final de la calle. Hace solo unos segundos el muchacho estaba allí, en frente de una vieja puerta oxidada.

Camino sigilosamente hacia la puerta. No es una puerta especialmente llamativa, sino que en caso de no haber sabido que estaba allí, probablemente no habría notado su presencia.

La pintura negra se despega a trozos de la puerta de metal. La única decoración es una T gigante pintada con lo que parece spray de pintura. No sé si debería entrar. Si mi padre estuviera conmigo me llevaría de vuelta sin pensarlo dos veces. Pero él no está aquí, y yo no soy mi padre.

Agarro la manilla delicadamente e intento abrir la puerta. Imposible. " Está cerrada" me digo. Pero acabo de ver al muchacho entrar por ella. Decido golpear dos veces. Los golpes son secos y sonoros, debido a la estructura metálica del lugar.

Pasa casi 1 minuto, y cuando estoy a punto de marcharme, escucho una voz ronca que grita:
—Contraseña

Me quedo pensando en qué podría decir. Hay como un millón de posibilidades - probablemente un poco más.

—Emmm —empiezo a decir—Buenas tardes. Yo solo quería...
—Si no hay contraseña no puedes entrar— dice la voz de manera brusca. No soy capaz de ver de dónde proviene, pero me imagino que de un hombre grande y rudo.

—Yo no... — le respondo nerviosamente.
—Si no tienes contraseña será mejor que te marches, a menos que quieras problemas.
—Está bien — digo con un tono desesperanzado mientras camino lentamente por donde he venido.

Justo en ese momento recuerdo algo. El diario de mi madre. En él se mencionaba algo sobre un tigre. Estoy segura de que está relacionado con esto, así que vuelvo decida hacia la puerta y golpeo una sola vez.

—Otra vez tú? — dice la voz. Me pregunto como sabe que soy yo, ya que la puerta está perfectamente sellada y no tiene ninguna mirilla.

—Sí — respondo, esta vez con más determinación.

— ‎Y bien? Contraseña?

— ‎Emm... — digo nerviosa—Tigris necatus est.

Por un segundo me pregunto si sigue allí ya que no obtengo respuesta.

—Lo siento pero esa contraseña es incorrecta.—me dice. Su voz ahora es diferente aunque no consigo adivinar por qué.
—Ya... — digo. Se me ocurre una última palabra que podría probar. Ni si quiera yo le encuentro el sentido pero no tengo nada que perder.— Pimorisa —le digo, con un tono interrogativo, más bien. Esa palabra estaba escrita en el diario de mi madre. Supongo que la escribiría allí por algo.

—Adelante— me dice la voz, y observo como la puerta chirría ligeramente al abrirse. Un olor a humo y a algo más que no consigo reconocer me llena los pulmones. Empujo la puerta con cierta dificultad y me encuentro delante de un estrecho pasillo.

No sé si me esperaba una especie de recibimiento o algo por el estilo, pero aquí no hay absolutamente nadie.

Puedo oír unas voces al fondo así que decido caminar por el pasillo hasta llegar a una gran sala con aspecto de bar antiguo.

Hay muchas personas, más de las que me esperaba. Todos visten ropas oscuras y ceñidas, la mayoría de cuero. Nadie parece haber notado mi llegada, excepto un joven que me observa desde la mesa de billar. Parece que ha visto un fantasma. Su cara está más pálida de lo que recordaba, y tiene una expresión de sorpresa que intenta disimular con aparente dificultad.

—Mierda — susurra Caleb.

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