III. SUSURROS.

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La primera noche de Ismael en su nuevo hogar se convirtió en uno de esos recuerdos que, pasasen los años que pasasen, nunca se borraría de la memoria de Amanda. Le habían relegado a la habitación que había en el ático y el muchacho no había salido de su nuevo santuario en toda la tarde, lo que le resultaba extraño a Amanda. La naturaleza tímida de la joven, hacía que le resultase imposible y vergonzoso a la vez el subir las diez escaleras que le llevaban hacia la habitación de Ismael, tan sólo para intentar mantener una conversación con ese primo suyo al que acababa de conocer.

Sus padres le habían dicho que no le molestara, que le diera tiempo a que se adaptase a su nueva vida, que esperase a que fuera él quien decidiera dar el primer paso para hablarles. Pero la curiosidad era un parásito que vivía alojado en el cuerpo de la muchacha, de modo que aquella misma noche, cuando todos en la casa se habían ido a dormir; Amanda saltó de su cama con una ligereza propia de una criatura de trece años y recorrió a oscuras el pasillo. No pretendía colarse en la habitación de su primo a espiarle, sabía que eso no estaba bien; así que decidió deslizarse en el pequeño agujero por donde por donde su madre sacaba la ropa sucia. Ya había reptado otras veces por allí, de hecho cuando era más pequeña, se acostumbró a esconderse ahí cuando jugaba al escondite con sus amigas o cuando en las tardes aburridas de verano, decidía explorar cada rincón de su hogar. Sabía que la otra abertura, quedaba en una esquina de la habitación del ático,de manera que comenzó a ascender, cuidando de no resbalarse, y cuando por fin sus dedos tocaron la rendija de salida, se quedó agazapada tratando de escudriñar en la oscuridad.

Le costó unos segundos, pero al final distinguió unos débiles susurros. No entendía qué decían, pero la voz que hablaba no parecía ser la de Ismael. Había algo en ese sonido débil y arrastrado que consiguió ponerle los pelos de punta y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, pudo distinguir el cuerpo relajado de Ismael que dormía plácidamente en su cama.

Los susurros continuaban, parecían estar más próximos cada vez, aunque Amanda era incapaz de distinguir de dónde provenían. Notaba su respiración pesada y ruidosa en el silencio de la noche. Su cuerpo menudo comenzaba a sentir el frío que reinaba en el conducto. Pensó que, fruto del cansancio, su mente podría estar imaginando esa extraña voz, ya que en aquella habitación no había nadie más que Ismael.

Como si le hubieran leído el pensamiento, los susurros cesaron. Amanda contuvo la respiración y volvió a escudriñar la oscuridad. La habitación se encontraba en la más absoluta calma, y la respiración de la muchacha comenzó a hacerse más pausada. De pronto, otra vez. Más cerca. Esa voz le estaba susurrando al oído.

—Amanda...

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando acto seguido, como movido por un resorte, vio a Ismael levantarse de la cama con los ojos totalmente blancos y la boca descomunalmente abierta. Un grito de terror quedó ahogado en la garganta de Amanda y comenzó a deslizarse túnel abajo hasta que, cayó de bruces al suelo. Se levantó atropelladamente y corrió hasta su habitación. El sonido de sus pies descalzos sonaba atronador en el piso de madera, que crujía a cada paso. No se sintió a salvo hasta que se metió bajo las sábanas de su cama.

Hicieron falta unas dos horas para que la muchacha se relajara y sus párpados comenzaran a pesarle. Su corazón comenzó a latir a un ritmo normal, hasta que dejó de notar los dolorosos latidos que le hacían temblar.

La luz de la luna se colaba por su ventana, iluminando los ojos escarlata de una preciosa muñeca con largos tirabuzones que descansaba apoyada en la puerta de la habitación de Amanda.

LA MUÑECA DE LOS OJOS ESCARLATA ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora