Amanda decidió que era mejor olvidar el incidente que había vislumbrado en la habitación de su primo. No quería que la castigaran por fisgona. Y mucho menos quería que la tomaran por loca. Aún así, sentía un escalofrío cada vez que su primo estaba cerca de ella. Siempre tan callado, siempre ausente.
Fue por esa época cuando la muchacha comenzó a sufrir las primeras pesadillas. Se despertaba cada noche a las tres en punto de la madrugada. Amanda abría los ojos sobresaltada, mientras que un sudor frío le perlaba la frente y notaba como su corazón latía violentamente. No era capaz de recordar nunca lo que soñaba, pero la sensación de terror estaba ahí, latente. Todas las noches le parecía escuchar la misma musiquilla que impregnaba las paredes de su cuarto. Fue en una de ésas cuando descubrió la muñeca de largos tirabuzones, sentada vigilante delante de su puerta. Amanda se levantó de la cama y extrañada, tomó la muñeca entre sus brazos. Unos rizos castaños caían hasta los hombros de la muñeca de manera cuidada y elegante, perfectamente acorde con el vestidito victoriano color azul que llevaba. Sus zapatitos eran negros, y tenía las punteras un poco desgastadas. Una tímida y dulce sonrisa asomaba a su boca.
Amanda acarició cuidadosamente la cara del juguete. Se preguntó si esa preciosa muñeca podría haber sido de la hermanita de Ismael. Por un momento sintió que estaba invadiendo la intimidad de su primo, pero por otra parte... ¿Qué hacía la muñeca en su habitación? Tal vez Ismael la hubiera puesto ahí para ella...
Amanda se mordió el labio nerviosa y la miró de nuevo. Tal vez podría quedársela si su primo no la reclamaba... El pensamiento de que la muñeca podría llegar a pertenecerle hizo que el pánico que Amanda sentía se evaporara por completo, aunque sentía que esa odiosa musiquilla seguía grabada a fuego en su mente y se repetían incansables los mismos acordes una y otra vez. Acarició el pelo de la muñeca mientras pensaba que todo estaba en su cabeza. Una risita nerviosa se escapó de sus labios. Abrazó a la muñeca con cuidado.
—Te voy a llamar... Ivory.— murmuró. La muñeca tenía la mirada fija clavada en su cara. Amanda sintió un pequeño escalofrío. No se había dado cuenta hasta ahora, pero la habitación se estaba quedando helada.
—Ivory, Ivory, Ivory—. Canturreaba Amanda dando ligeros saltitos por toda la habitación. La invisible musiquilla hacía que le dieran ganas de volar, de saltar... Pensó en qué podría pasar si saltaba por la ventana. Le encantaría probar esa sensación de libertad... Se sentía de pronto ligera, sus pies levitaban a un palmo del suelo. Quería bailar con Ivory hasta caer rendida, quería tener ese pelo sedoso y rizado, quería tener esa mirada dulce y fiera a la vez de la muñeca...
Unas voces invisibles empujaron a Amanda y a su recién adquirida Ivory a salir de la habitación y a deslizarse por el pasillo hasta las escaleras. Era ligera, era aire, podía evaporarse en cualquier momento. Amanda descendió las escaleras y se dirigió al salón acompañada por una risa infantil. Una risa dulce y a la vez, terrorífica. Amanda depositó a Ivory encima de la mesa mientras danzaba al compás de esa música que sólo ella podía escuchar. Cuando regresó para recoger a su muñeca, se encontró con que en su lugar había una muchacha de largos rizos castaños, con un vestidito azul. La muchacha tenía la mirada fija en el suelo. Amanda se quedó paralizada. De pronto, una sensación de pesadez comenzó a aplastarla. Sus pies parecían clavados al suelo.
—Ivory... Eres real...—susurró Amanda.
Las risas a su alrededor se hicieron más pesadas, más atronadoras. Ivory levantó la cabeza lentamente para mirar a Amanda, pero en lugar de ojos, unas cuencas vacías y sangrantes fueron las encargadas de mirarla sin ver. La música cesó. Amanda se quedó petrificada en el sitio mientras Ivory se alzaba sobre la mesa. Lo único que se escuchaba era el sonido de sus huesos destrozados al moverse. Alargó su mano y agarró un abrecartas que reposaba a uno de los lados de la mesa. Amanda retrocedió un paso, mientras Ivory avanzaba en su dirección lentamente portando el abrecartas brillante y puntiagudo, apuntando a la chica. La espalda de Amanda chocó contra la pared. Quería gritar, pero no podía. Algo le decía que no había sido buena idea haber cogido la muñeca. Su respiración se detuvo cuando Ivory alzó el abrecartas para hundirlo en su propio cuerpo, abriendo en canal su torso. Un reguero de sangre comenzó a manar del interior de Ivory mientras que una risa diabólica e infantil aparecía en su rostro sin vida. Amanda se tapó las orejas y cerró los ojos. Quería irse de allí, estaba luchando consigo misma para moverse, pero estaba atrapada... Se deslizó hacia el suelo hasta quedar hecha un ovillo.
—Eso es. Estoy dormida, no eres real, no eres real... No eres más que una muñeca vieja...—pensó la muchacha. Amanda comenzó a gritar con todas sus fuerzas, a pellizcarse los brazos y las piernas para despertar. Sus pies estaban manchados de la sangre que había derramado Ivory. Notaba el calor pastoso y espeso del fluído y el olor a carne en descomposición le taponaba las fosas nasales haciendo que tuviera que contener una náusea. Presa del pánico, comenzó a limpiar sus pies con el bajo de su camisón. De pronto, un gélido aliento sobre su cuello.
—Ya es tarde—. Susurró Ivory—. Ya nadie puede salvarte.
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LA MUÑECA DE LOS OJOS ESCARLATA ©
TerrorÉl era callado, y nunca llamaba la atención. Los primeros días parecía sumido en el profundo letargo que le provocó la muerte de sus padres y de su hermana pequeña. Pero era su primo a fin de cuentas, y Amanda no sabía apenas nada de él. Sólo que se...