Padres

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El periódico reposa desplegado en toda su extensión contrastando con la negrura del escritorio sobre el que se encuentra. Una foto antigua de Harry junto al Ministro en una rueda de prensa que nada tiene que ver con la noticia, resalta en la primera plana junto al reporte que alarmó días atrás a Narcissa.

La mujer, de pie es la viva estampa del desprecio: su nariz respingada apunta hasta el techo, llevándose una mano a cubrirse las fosas por el invisible polvillo escabulléndose entre su olfato. Una mueca torcida remarca sus labios rojos, mientras sus ojos se pasean por el consultorio sin mucha curiosidad.

Las paredes blancas se adornan con algunos letreros alusivos al cuidado de lesiones mágicas, circundadas por un par de gavetas con lo que la mujer infiere son registros médicos de los pacientes. Desliza sus ojos azules en muda expresión hasta el centro de la estancia donde se ubica el pesado escritorio, en cuyo extremo se encuentra una magnánima silla excesivamente acolchonada y en el borde contrario tres escuetos taburetes en madera, donde seguramente se sientan los infortunados familiares, a escuchar sin entender, los enrevesados diagnósticos médicos.

Una puerta se abre tras el escritorio, dando paso al Ministro quien intenta disimular tranquilidad bajo su respiración agitada y el ceño fruncido.

Narcisa se aferra al brazo de su esposo, quien con una mano en el aire, señala con los dedos extendidos las partículas de polvo levitando en la atmósfera. En esos momentos envidia la facilidad de su marido para apartarse de las situaciones dolorosas, aunque sus episodios de lucidez momentánea la abochornan más que las fugas de su pensamiento.

—Siéntese por favor —solicita el Ministro, escogiendo la poltrona mullida y señalando los incómodos taburetes.

Narcisa examina la silla con desconfianza. ¿Cuántas personas han pasado por ahí y de qué clase? Ahogando el asco, sus manos toman con pulcritud un pañuelo del bolsillo de su gabán y limpia la superficie de cada taburete para sentar a su marido y luego acomodarse ella, con la fineza característica.

—Vengo a ver a mi hijo —explica, guardando el pañuelo en un finisimo bolso, sin interés de explayarse en la conversación.

—La comprendo señora Malfoy —concede, entrelazando sus oscuros dedos sobre el escritorio ocultando intencionalmente la edición del Profeta bajo su túnica—, sin embargo su hijo está detenido bajo supervisión del Ministerio.

—Mi hijo ¿está detenido en un hospital? —indaga con superioridad, inalterable—, me parece que los hospitales son para los pacientes, en ese orden de ideas, mi hijo es un paciente y tengo todo el derecho de visitarlo.

—Señora Malfoy —debate, revolviéndose en la silla y acomodando el cuello de su túnica que parece angostarse contra su garganta—. Draco está bajo investigación criminal, necesitamos recolectar evidencias, comparar pruebas y realizar varios trámites que tardarán algún tiempo para poderlo desestimar como una potencial amenaza. Además en estos momentos se está recuperando de algunas lesiones y no veo apropiado una visita de su parte.

—¿Apropiado? —espeta la mujer con los dientes peligrosamente ceñidos—, entonces dígame señor Ministro, el ataque de su Auror ¿le pareció apropiado?. O el no avisarnos cuando fue herido de gravedad, como usted mismo plantea, ¿es apropiado?—la voz se eleva a cada interpelación, reduciendo el tamaño de Kingsley quien desea fusionarse con la silla ante la ferocidad de Narcissa.

La rubia, se levanta de su lugar, caminando a través de la estancia detallando el rojo de sus uñas sin perder el hilo de la conversación. No se ha sometido a viajar varias horas desde Rusia, soportando los vacíos mentales de su marido y los peligros de una escisión para irse con un par de pobres excusas y una epidemia contagiosa de aquel insalubre lugar. Eleva la comisura de los labios pensando en algo verdaderamente atemorizante para el Ministro de Magia.

La invitaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora