I. No me culpes.

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A pesar de que tenía órdenes explícitas de no entrar en la alcoba de su rey, Elena había quebrantado esa simple petición de Balthial en incontables ocasiones, negándose a simplemente quedarse sentada en el Trono Dorado de forma desinteresada respecto al estado de su monarca.

Según ella, su deber no era solo vigilar el trono y cuidar del Reino de la Luz, sino también interesarse por el estado del rey.

Aquel día, antes de volver a quebrantar la orden de Balthial por millonésima vez en tres semanas, Elena había tenido que asistir a tres aburridos congresos de economía y comercio, construir puentes para futuros negocios con la Nación del Agua, atender quejas de la población, ver el crecimiento de mármol, la producción de metales y de joyas que se exportaban al Sultanato del Fuego, preocuparse por el bien de la ganadería y la agricultura... Había sido un día agotador y solo eran las dos de la tarde. Y por si fuera poco, tenía noticias de que el rey Eiji Regrarth se dirigía hacia allí y no tardaría en desembarcar en el puerto, lo que significaba que tendría que mandar a un grupo de caballería para que lo escoltase hasta palacio.

Cansada, y casi arrastrándose después de una jornada agotadora, Elena entró en la habitación de Lucius, que permanecía tumbado en la cama con sudores, algo positivo según los médicos, pues su organismo, después de mucho batallar, había empezado a expulsar el veneno. Supuestamente, en menos de cuatro semanas estaría recuperado del todo.

—Nadie me dijo que reinar suponía tanto desgaste... —protestó Elena con una sonrisa, acercándose a la cama de Lucius.

Al llegar a él, se sentó a su lado en una silla aterciopelada.

Elena suspiró.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

Lucius apenas abrió un poco los ojos, y aunque se estuviera muriendo de dolor, logró esbozar una pequeña sonrisa.

Elena le correspondió, con compasión.

—Supongo que eso es un estoy mal pero me aguanto. —Se encogió de hombros—. ¿Sabéis? Después de estas semanas he comprendido lo duro de vuestro trabajo. Ser rey no es fácil, ¿eh? —Apretó los labios—. Y por si no estuviera ocupada haciendo vuestro trabajo, me he tenido que aprender la historia entera de vuestra familia. Desde los fundadores de vuestra casa, Leónidas Aurelio y Maecia Serena, pasando por el primer Alpha, Magnus Maximus, hasta vos y vuestra prima Artemisia. Algo que he encontrado muy curioso es que jamás encontrasen el cuerpo de Numerius Silius, el padre de Magnus Maximus. Y hablando de Alphas, ¿podéis creer que vuestra familia haya sido la única que ha tenido dos Alphas? Eso quiere decir que los Grandes Lobos os tienen en gran estima. Algo normal teniendo en cuenta que...

—¿Artemisia? —la interrumpió Lucius en un gemido de dolor, tensándose—. ¿Sabes... sabes si va a venir?

Elena se quedó callada durante unos segundos, sin saber qué decir.

—No tengo noticias de ella —se sinceró—. Todo lo que sé, es que hasta el momento ha estado buscando el Báculo Dorado-Cómo-Uno-Desee. Pero nada más.

Lucius volvió a cerrar los ojos, y del mismo modo que había tensado los músculos, los volvió a destensar, dejando su cuerpo relajado, a la merced de las sábanas y el colchón.

Viendo cómo un par de gotas de sudor le caían por la frente, Elena se puso en pie y mojó un paño en un cuenco de agua que había sobre la mesita de noche, y con mucho cuidado empezó a limpiar la frente de Lucius.

Se fijó en cómo su cabellera rubia terminada en una pequeña trenza había perdido brillo y se encontraba desaliñada, en cómo le había empezado a salir una fina y rasposa barba por no afeitarse, en cómo su piel se había vuelto más pálida y bajo sus intensos ojos azules había grandes ojeras por no poder dormir por las noches.

ALPHA || El hijo del dragón y la leyenda del rey mono [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora