Max

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Cuando pudo comprender el mensaje que su mejor amigo le había enviado a su celular, Max sintió un impulso de adrenalina que le creó la ilusión que todos los efectos de la droga ya habían pasado.

Recién notó que se encontraba todavía sin todas sus capacidades cuando ya estaba adentrado en el bosque. Sabía que había una vagabunda que andaba merodeando por los alrededores, pero no estaba convencido de qué era lo que debía hacer si es que la encontraba.

El recuerdo de Luz, tan constante y poderoso, volvió a su mente. Aunque esta vez, en pleno movimiento, no se entristeció.

Ella lo había dejado hacía dos semanas atrás, acusándolo de ser un fracasado sin propósitos más que el de drogarse y embriagarse todas las noches. No podía negar tales acusaciones, pero jamás pensó que ella se irritaría tanto como para interrumpir la relación por algo así.

Culpó a la familia de ella. Eran conservadores y probablemente ni los múltiples hermanos ni a sus padres le hiciera gracia que la niña joven y encantadora estuviera en los brazos de alguien que podrían considerar un chico malo.

Pero Max estaba convencido que no era un chico malo. No era un bravucón de colegio. No andaba en motocicleta violando la ley con una chaqueta de cuero. No trataba mal a Luz ni la engañaba con la porrista rubia del instituto. Simplemente le gustaba divertirse y eso es algo que a los católicos parece no gustarle.

Sin darse cuenta, había sacado su celular para intentar llamarla pero se frustró al ver que no había señal en el bosque.

Siguió caminando, pues podía ver a unos metros que el bosque perdía densidad. Era probable que chocara con algún campo vecino y, tal vez, allí tendría un poco de suerte, aunque desconocía si el campo era más próximo al pueblo o estaba más alejado.

No había rastros de sus compañeros de equipo.

La arboleda se interrumpió y entró en un terreno de grandes maizales. En efecto, estaba en un campo.

Volvió a sacar su teléfono celular mientras se adentraba, un poco maravillado, por el paisaje. Cortó una mazorca para estudiarla. Estaba lista para la cosecha. Pese a vivir toda su vida en Bahía Ausente y, siendo la vida campestre una atracción casi obligatoria, se sorprendió que nunca le interesó conocerla. A decir verdad, se estaba dando cuenta que no le interesaban demasiadas cosas.

Entonces notó un movimiento provenir desde las alturas.

No, no desde las alturas.

Más específicamente un movimiento desde la estructura donde estaba apretado un espantapájaros.

- ¿Qué rayos? - preguntó en voz alta.

Hipnotizado por resolver el misterio, se acercó hacia la figura. Lo había visto moverse, estaba seguro. No había sido una brisa que había movido su ropa, sino que tenía autonomía.

Cuando la cabeza del maniquí se movió en dirección a él, posando sus ojos de botones en sus personas, se sobresaltó. Y no pudo evitar preguntarse qué tan drogado continuaba.

La Cueva del Espantapájaros (Compendio #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora