Cero.

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Realmente nunca creí en los fantasmas, aún viéndolos, aún siendo ellos parte de mi ser y existencia, aún creciendo a su lado y viendo cómo se disipaban de mi vista; dejaba de ser la niña de aquellos días donde el escalofrío me recorría de pies a cabeza, y no podía hacer más que  abrazar mis rodillas, envolverme en sábanas buscando no ser vista y cerrar con fuerza los ojos para que se desvanecieran en la brisa helada que los acompañaba. Mi vapor emergido por el suspiro de alivio era la señal de que la pesadilla vívida había terminado.

Hablando con mi madre al respecto, ella insistía en que todo era parte de un mundo que no podemos ver (no todos, claro), y que ambas habíamos nacido con un don que concedía la capacidad de ver y sentir ese otro mundo que convive con nosotros día a día, silencioso y lúgubre. Que al crecer ella me explicaría más a fondo lo que consistía ser cómo nosotras y la "responsabilidad" que aquello concebía. Yo escuchaba embelezada por ese deber que estaba predestinada a cumplir, quería sumergirme en mi curiosidad por conocer un mundo ajeno pues tal vez esa era la respuesta para dejar de temer y poder ayudar.

La conversación nunca llegó, no fue necesario, lo aprendí por mi cuenta.


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