7 - El artículo 411 del Código de Conducta Social

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Por primera vez en todos esos meses de embarazo, podía decirse que John Watson y Sherlock Holmes estaban unidos como una pareja. No eran desde luego una pareja normal, no solo porque las parejas de alfas y omegas no abundaran mucho, como era el caso, sino porque esperando o no un hijo seguían siendo el extraño dúo que todo el mundo conocía pero que nadie lograba entender.

Por Londres todos cuchicheaban lo cómico que había resultado su visita por las tiendas comerciales en busca de los menesteres necesarios para cuando naciese el bebé. Watson se había encaprichado con unos vestidos de cristianar de un color blanco puro, con unos volantes que pensaba que destacarían mucho si el pequeño resultaba tener el pelo rizado como su padre. Sherlock expresó en todo momento lo ridículos que le parecían aquellos trajes pero puesto que no existía ropa de otro tipo para niños se tuvo que callar. Se vengó entonces en la siguiente tienda, donde desesperó a John insistiendo en probar todos los sonajeros y discutiendo con el vendedor porque todos tenían un sonido muy poco armonioso. Por poco no acabaron los dos a puñetazos.

Después de haber pasado por la modista, la tienda de juguetes, el carpintero y el farmacéutico, habían hecho una última parada en la tienda de un artesano de violines, donde Sherlock había dejado como señal una gran suma de dinero para que fabricara un instrumento para el futuro miembro de la familia Holmes.

Fue un día muy agotador, pero a pesar de las continuas discusiones, realmente entrañable y feliz. Ya anochecía cuando volvieron a Baker Street, con Sherlock cargado como una mula. Watson subía con rapidez las escaleras de dos en dos y su pareja se quejaba por ello.

- Dijiste que una persona embarazada no podía cargar peso, ahora atente a las consecuencias. Demuestra que esos músculos sirven para algo.

- Creo que ya sé por qué no ascendiste más en el ejército.

Sherlock recibió una patada en la espinilla por su comentario, que sin embargo hizo reír a Watson, y finalmente llegaron al piso, donde Lestrade estaba esperando dentro, de pie y con rostro de impaciencia. Debía de haber estado mucho tiempo ahí, pero aun así, cuando vio cargado a Holmes le ayudó a entrar las cosas y hasta que no estuvo todo ordenado no reveló el propósito de su visita, reflejando por fin su enfado.

- Lleva varios días desaparecido, señor Holmes. No puedo darle mucho más margen de maniobra. Las autoridades quieren un culpable para el asesinato.

El rostro de Sherlock perdió su sonrisa. Se había esforzado mucho porque John no pensase en ello y recordase la escalofriante carta que había recibido. Era tal vez la primera vez en su vida que no se sentía feliz al pensar en un caso y no era tanto porque no tuviese suficientes pruebas, sino por lo que implicaba. John colocó la mano en su hombro, sorprendiéndolo y cuando lo miró vio que tenía una sonrisa en los labios, esa sonrisa de amor por el peligro, de adicción a la adrenalina, que le decía claramente que estaba desesperado porque ambos se volviesen a poner con el caso otra vez.

Sherlock correspondió a la sonrisa y arrojó su sombrero de copa al sofá, cogiendo del perchero su particular sombrero de dos alas.

- El juego vuelve a estar en marcha. - dijo como una despedido a Lestrade antes de cerrar a la puerta junto a Watson.

Ya en la calle, caminaron con su particular andar, uno al lado del otro. Como siempre, Holmes llevaba la voz cantante y John le seguía, sin saber realmente a dónde se dirigían hasta que llegaron a la sede del Club Diógenes.

A pesar de que ya había anochecido, seguía abierto y seguiría estándolo toda la noche, pues nunca cerraba, como si se tratase de un prostíbulo, pero mucho más aburrido, sin duda, intelectual y sobre todo silencioso.

Los ópalos de Baker Street [Johnlock]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora