"Ponle quince velas a ese santo"

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"Ponle quince velas a ese santo"

Todo estaba listo. El lunes, por la tarde, Horacio manejaba su auto rumbo a Los Ángeles. Habían salido a las 17 de Chillán, así que pretendían llegar a destino en 2 horas. A tiempo para el tren a Temuco de la noche. A tiempo para la supuesta diligencia que debía hacer.

Durante los días previos, a petición de los tres, Augusta se había encargado de plantarle una coartada a Horacio. Tan sencillo como andar comentando que tendría que buscar un pedido para la estética a su proveedor de siempre, en Los Ángeles. Utilizó la sobremesa del almuerzo del día viernes en la hostería. Nadie le había prestado mucha atención y Carlos refunfuñó por tener que llevarla, como esperaban.

-¿Por qué no te vas tú misma en el auto? – le había replicado al saber que estaría atado a su mujer en algún momento.

-Porque sabes que no me llevó muy bien con esa carretera – expuso Augusta.

-Si me das la dirección lo puedo buscar por ti, cuñada – se ofreció Horacio tratando de simular su ansiedad – ¿o necesitas ir tú misma?

-No, no, para nada – Augusta se encendió un cigarrillo y con absoluta tranquilidad le ofreció a Ernesto la cigarrera – con qué digas mi nombre bastará.

Horacio meneó la cabeza – Estupendo, me vendrá bien dar una vuelta con los chiquillos – exteriorizó cansancio de la mejor manera que pudo – entre que la Elsa no está y con lo de Mercedes, los tenemos desatendidos.

-Dicen que hay un bonito parque en Los Ángeles – comentó Ernesto – podrías llevar a los chiquillos allí, Horacio.

-Lo haré, papá, los voy a llevar – exclamó sonriendo.

Nadie había hablado del tema, excepto, cuando el domingo, Ernesto presenció el intercambio de información entre su hijo y su nuera. Información que tenía la dirección del proveedor, el horario de cierre y una cantidad de dinero suficiente. Nadie se preocupó del tema, nadie preguntó nada más. Carlos se marchó a dormir aquel día aliviado de no tener que moverse de la Casona, Ernesto viajaría a Chillán a ver a Estelita y a preguntar por su hija en la estación de trenes y autobuses, por cuarta vez. Y, a varios kilómetros al sur de Chillán, Horacio manejaba rumbo a Los Ángeles, con sus dos pequeños en el asiento de atrás que jugaban, presuntamente, a las escondidas con sus tías. Mercedes y Bárbara permanecían en una posición algo incómoda, pero segura. Sin ser visibles al exterior.

Todo marchaba correctamente, hasta que Horacio detuvo el auto, repentinamente.

-¿Qué pasa? – preguntó Bárbara sin asomarse.

-No puede ser – dijo el hombre estacionó su vehículo – es Nicanor.

Bárbara y Mercedes sintieron el mundo tambalearse sin remedio. Un dejavu. Una imagen conocida y poco feliz de algo por lo que ya habían pasado.

-¿Qué está haciendo aquí? – Mercedes mostró angustia en la voz.

-No lo sé, parece un operativo, hay dos filas de vehículos – Horacio trató de tranquilizar a las mujeres – tranquilícense – dijo – voy a salir para ver qué pasa, quédense todos en el auto.

Aprovechando que el auto quedaba a unos metros de donde el comisario detenía una camioneta y revisaba algunos papeles, Horacio se bajó del coche y caminó hasta él. Su puerta no se cerró del todo y no notó como su hijo mayor se deslizaba a su lugar y, a pesar de los intentos de las mujeres de detenerlo, bajaba detrás de él. Nicanor no disimuló su sorpresa al verlo acercarse.

El momento más felizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora