Entrecôte
El señor Blas McKlint había ofrecido tanto por dejar sin respiración a Roselyn que se convertiría en el trabajo mejor pagado de la historia.
Jack ya había pensado qué hacer con el primer millón, pero todavía estaba indeciso sobre el segundo y el tercero.¿Invertirlo? Era algo riesgoso teniendo en cuenta la inestabilidad de la economía. ¿Comprarse alguna propiedad? No solía estar en el mismo lugar por tiempo prolongado. ¿Un coche? Le gustaba el Lamborghini que tenía y no veía necesidad de comprar otro. Ay, ¡tan difícil decisión! Debería meditar qué hacer respecto a eso mañana, probablemente en el desayuno, mientras ojeara la sección deportiva del periódico.
—Di un número.
Las cejas de Jack se dispararon mientras observaba desconcertado a la mujer. Sin embargo, se recompuso al instante y la mirada altanera regresó.
—69.
Sí, era un hombre al que le gustaba tentar su suerte. A veces, por tentarla, se ganaba uno que otro bofetón, pero le divertía hacerlo.
—Tienes un 69% de probabilidades de que me marche contigo a casa esta noche. —Volvió a levantar la copa en su dirección antes de hacer un ademán al asiento frente a ella, invitándolo a sentarse—. Eres más inteligente que el resto. La mayoría suele decir cuatro o seis.
Le agradó al instante. Era ocurrente, perspicaz y le gustaba jugar, y Dios sabía —si es que existía algún Dios—, que Jack tenía dos grandes debilidades: la muerte y los juegos.
No había nada que lo cautivara más que oír el último latido de un corazón o entretenerse con un acertijo, un pasapalabra, un crucigrama o el viejo juego del gato y el ratón que Roselyn parecía conocer como la palma de su mano.
—Tengo suerte, eso es todo —respondió con fingida modestia.
—Define suerte —pidió ella, desafiante.
Se llevó la copa a los labios y Jack pensó que era un desperdicio matar semejante mujer. A pesar de eso, la paga era buena y no podía negar que estaba ansioso por poner sus manos sobre la aparentemente tersa piel. Solamente le bastó con observar cómo tragaba, la forma en que los músculos del cuello se contraían y movían mientras el líquido se deslizaba a lo larga de su delgada garganta. Desde donde estaba tenía una vista perfecta hacia la yugular y su palpitante latir.
Ansió sentirla bajo sus dedos, contra su palma y sus labios.
—Suerte es encontrar a una mujer como tú sin compañía —coqueteó.
—Eso no es suerte —contradijo, escudriñando el líquido y agitando la copa suavemente entre el pulgar, índice y dedo de corazón. Sus uñas estaban prolijamente limadas y pintadas de un rojo que le recordó al Thris de 1945 que había bebido hace rato.
—¿Y qué es entonces?
—Destino —afirmó con picardía.
La señorita Nyxabeen sabía tomar las riendas de una conversación y llevarla hacia donde quería. Sus amigas solían decir, obviamente a sus espaldas, que tenía una lengua seductora y viperina.
La comparaban con una serpiente a menudo, diciendo que, dependiendo de su estado de ánimo, se comía a los ratones de un rápido bocado o los asfixiaba tortuosa y lentamente hasta la muerte para luego saborearlos tranquila, sin sentirlos moverse con desesperación dentro de su paladar. A Roselyn le gustaba tener el control, estar al mando, ser ella la que moviera el animal haciéndolo chocar entre las paredes de su boca en busca de placer, de la explosión de sabores.
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Mrs. Nyxabeen
Short StoryTodas sabíamos que íbamos a morir, pero a diferencia del resto Roselyn supo cuándo.