El día siguiente, contra los pronósticos de nuestros guías, amaneció hermoso aunque nublado. Visitamos el nacimiento del Arveiron, y paseamos a caba- llo por el valle hasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y aunque no me libraba de la tristeza sí me la amainaba y calmaba. Hasta cierto punto, también me desviaba la atención de aquellos sombríos pensamientos a los que me había entregado durante los últimos meses. Por la tarde regresé, cansado, pero triste, y conversé con mi familia con mayor animación de lo que había sólido hacer últimamente. Mi padre estaba contento y Elizabeth encantada.
Querido primo me dijo–, ¿ves cuánta felicidad contagias cuando estás alegre? ¡No recaigas de nuevo!
La mañana siguiente amaneció con una lluvia torrencial, y una espesa niebla ocultaba las cimas de las montañas. Me levanté temprano, pero me sentía melancólico. La lluvia me deprimía; volvió mi acostumbrado estado de ánimo, y me sentí apesadumbrado.
Sabía lo que este cambio brusco apenaría a mi padre y preferí evitarlo, hasta haberme recobrado lo suficiente como para poder disimular estos sentimientos que me dominaban. Supuse que pasarían el día en el alber- gue, y dado que yo estaba acostumbrado a la lluvia, la humedad y el frío, decidí ir solo a la cima del Montanvert. Recordaba la impresión que el inmenso glaciar en constante movimiento me había causado la primera vez que lo vi.
Entonces me había llenado de un éxtasis que prestaba alas al espíritu, per- mitiéndole despegarse del mundo de tinieblas y remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de majestuoso y sobreco- gedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones de la vida. Decidí ir solo, pues conocía bien el camino, y la presencia de otro hubiera destruido la grandiosa soledad del paraje.
El ascenso es pronunciado, pero el sendero zigzagueante permite escalar la enorme perpendicularidad de la montaña. Es un paraje de terrible desola-
ción. Múltiples lugares muestran el rastro de aludes invernales; hay árbo- les tronchados esparcidos por el suelo; unos están totalmente destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes o en otros árboles. A medida que se asciende más, el sendero cruza varios heleros, por los cuales caen sin cesar piedras desprendidas. Uno de entre ellos es especialmente peligroso, pues el más mínimo ruido –una palabra dicha en voz alta produce una conmoción de aire suficiente para provocar una avalancha. Los pinos no son enhiestos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al panorama.
Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas columnas alrededor de las mon- tañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia torrencial que contribuía a la impresión de tristeza que desprendía todo lo que me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si nuestros instin- tos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa misma palabra nos evoca.
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Frankenstein- Mary Shelley (completa )
HorrorEl suceso en el cual se fundamenta este relato imaginario ha sido conside- rado por el doctor Darwin y otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible. En modo alguno quisiera que se suponga que otorgo el mínimo grado de credibilidad a semejante...