capitulo 7

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Mi estado era tal que no lograba controlar voluntariamente el pensamiento. Me inundaba la ira, y sólo el deseo de venganza me proporcionaba fuerza y comedimiento, reprimía mis sentimientos y me permitía estar sereno y cal- culador en momentos en que, de otro –modo, me hubiera abandonado al delirio y a la muerte. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siem- pre; mis desgracias hicieron que aborreciese la patria que tan intensamente había amado cuando era feliz y querido. Me hice con una importante canti- dad de dinero, y algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.

Y aquí empezó una peregrinación que sólo con mi muerte terminará. He recorrido una inmensa parte del mundo, y he sufrido todas las penurias que suelen tener que afrontar los viajeros en los desiertos y en las tierras salvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con frecuencia me he tendido desfallecido sobre la arena, rogando que me sobreviniera la muerte. Pero las ansias de venganza me mantenían vivo; no me atrevía a morir si mi ene- migo continuaba con vida.

Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue encontrar algún indicio que me permitiera seguir los pasos de mi infame enemigo. Pero estaba des- orientado, y anduve por la ciudad durante muchas horas dudando sobre qué dirección tomar. Cuando empezaba a anochecer, me encontré en el cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré, y me acerqué a sus tumbas. Reinaba el silencio, turbado tan sólo por el murmu- llo de las hojas que el viento agitaba suavemente; era ya casi de noche, y la escena hubiera resultado solemne y conmovedora incluso para un observa- dor ajeno a ella. Los espíritus de mis difuntos parecían rodearme, proyec- tando una sombra invisible pero palpable en torno a mi cabeza.

La honda tristeza que en un principio esta escena me había provocado pronto dio paso a la ira y a la desesperación.

Ellos estaban muertos, y sin embargo yo vivía; también vivía su asesino, y para aniquilarlo debía yo continuar mi tediosa existencia. Arrodillado en la hierba, besé la tierra y, con labios temblorosos, grité:

–Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolor que siento, por ti, oh Noche, y


por los fantasmas que te pueblan, juro perseguir a ese demonio, que oca- sionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes administradores de venganza, a que me ayudéis y orien- téis en mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo beba de la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que ahora me atormenta! Había comenzado el juramento en tono solemne, y con un fervor, que me hizo pensar que los espíritus de mis familiares asesinados escuchaban y aproba- ban mi devoción; pero así que concluí, las Furias se apoderaron de mí, y la ira ahogaba mis palabras.

Desde la profunda quietud de la noche, me llegó entonces una estruen- dosa y diabólica carcajada. Resonó en mis oídos larga y dolorosamente; los montes me devolvieron su eco, y sentí que el infierno me rodeaba bur- lándose y riéndose de mí. En aquel momento, de no ser porque aquello significaba que mi juramento había sido escuchado y que me aguardaba la venganza, me hubiera dejado dominar por el frenesí y hubiera acabado con mi existencia miserable. La carcajada se fue extinguiendo, y una voz, familiar y aborrecida, me susurró con claridad, cerca del oído:

Frankenstein- Mary Shelley (completa )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora