Londres era nuestro lugar de asiento, y decidimos quedarnos algunos meses en esta maravillosa y célebre ciudad. Clerval quería conocer a los hombres de genio y talento que despuntaban entonces, pero para mí esto era secun- dario, pues mi principal interés era la obtención de los conocimientos que necesitaba para poder llevar a cabo mi promesa. A este fin, me apresuré a entregar a los más distinguidos científicos las cartas de presentación que había traído conmigo.
Si este viaje hubiera tenido lugar en la época de mis primeros estudios, cuando aún estaba lleno de felicidad, me habría proporcionado un inmenso placer. Pero una maldición había ensombrecido mi existencia, y sólo visi- taba a estas personas con el afán de conseguir la información que me pudieran proporcionar acerca del tema que, por motivos tan tremendos, tanto me interesaba. La compañía de otras personas me resultaba molesta; cuando me encontraba solo podía dejar vagar mi imaginación hacia cosas agradables; la voz de Henry me apaciguaba, y así llegaba a engañarme y a conseguir una paz transitoria. Pero los rostros gesticulantes, alegres y poco interesantes de los demás me volvían a sumir en la desesperación. Veía alzarse una infranqueable barrera entre mis semejantes y yo; barrera teñida con la sangre de William y Justine; y el recuerdo de los sucesos rela- cionados con estos nombres me llenaba de angustia.
En Clerval veía la imagen de lo que yo había sido; era inquisitivo y estaba ansioso por adquirir sabiduría y experiencia. La diferencia de costumbres que advertía era para él fuente inagotable de enseñanza y distracción.
Estaba siempre ocupado; y lo único que empañaba su felicidad era mi aba- timiento y pesadumbre.
Yo, por mi parte, intentaba disimular mis sentimientos cuanto podía, a fin de no privarle de los lógicos placeres que uno siente cuando, libre de tristes recuerdos y agobios, encuentra nuevos horizontes en su vida. A menudo me excusaba, alegando compromisos anteriores, para así no tener que acompañarlo, y poder permanecer solo. Comencé a recabar por entonces los materiales que necesitaba para mi nueva creación, lo que me suponía la misma tortura que para los condenados el interminable goteo del agua
sobre sus cabezas. Cada pensamiento dedicado al tema me producía una tremenda angustia, y cada palabra alusiva a ello hacía que me temblaran los labios y me palpitara el corazón.
Cuando llevábamos unos meses en Londres, recibimos una carta de una persona que vivía en Escocia y que nos había visitado en Ginebra. En ella se refería a la belleza de su país natal y se preguntaba si esto no sería un motivo suficiente para que nos decidiéramos a prolongar nuestro viaje hasta Perth, donde él vivía.
Clerval estaba ansioso por aceptar la invitación; y yo, aunque detestaba la compañía de otras personas, quería ver de nuevo riachuelos y montañas y todas las maravillas con las cuales la naturaleza adorna sus lugares predi- lectos.
Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero, de modo que decidimos emprender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes siguiente. En este viaje no pensábamos seguir la carretera principal a Edimburgo, pues queríamos visitar Windsor, Oxford, Madock y los lagos de Cumberland, esperando llegar a nuestro destino a finales de julio. Embalé, pues, mis instrumentos químicos y el material que había conseguido, con la intención de acabar mi tarea en algún lugar apartado de las montañas del norte de Escocia.
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Frankenstein- Mary Shelley (completa )
HororEl suceso en el cual se fundamenta este relato imaginario ha sido conside- rado por el doctor Darwin y otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible. En modo alguno quisiera que se suponga que otorgo el mínimo grado de credibilidad a semejante...