Clerval me puso entonces la siguiente carta entre las manos.
A V. Frankenstein Mi querido primo:
No pueda describirte la inquietud que hemos sentido por tu salud.
No podemos evitar pensar que tu amigo Clerval nos oculta la magnitud de tu enfermedad, pues hace ya varios meses que no vemos tu propia letra. Todo este tiempo te has visto obligado a dictarle las cartas a Henry, lo cual indica, Víctor, que debes haber estado muy enfermo. Esto nos entristece casi tanto como la muerte de tu querida madre. Tan convencido estaba mi tío de tu gravedad, que nos costó mucho disuadirlo de su idea de viajar a Ingols- tadt. Clerval nos asegura constantemente que mejoras; espero sinceramente que pronto nos demuestres lo cierto de esta afirmación mediante una carta de tu puño y letra, pues nos tienes a todos, Víctor, muy preocupados. Tranqui- lízanos a este respecto, y seremos los seres más dichosos del mundo. Tu padre está tan bien de salud, que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest ha cambiado tanto que apenas lo conocerías; va a cumplir los dieciséis y ha perdido el aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; tiene una vitalidad desbordante.
Mi tío y yo hablamos durante largo rato anoche acerca de la profesión que Ernest debía elegir. Las continuas enfer- medades de su niñez le han impedido crear hábitos de estu- dio. Ahora que goda de buena salud, suele pasar el día al aire libre, escalando montañas o remando en el lago. Yo sugiero que se haga granjero; ya sabes, primo, que esto ha
sido un sueño que siempre ha acariciado. La vida del gran- jero es sana y feliz y es la profesión menos dañina, mejor dicho, más beneficiosa de todas. Mi tío pensaba en la abo- gacía para que, con su influencia, pudiera luego hacerse juez. Pero, aparte de que no está capacitado para ello en absoluto, creo que es más honroso cultivar la tierra para sustento de la humanidad que ser el confidente e incluso el cómplice de sus vicios, que es la tarea del abogado. De que la labor de un granjero próspero, si no más honrosa, sí al menos era más grata que la de un juez, cuya triste suerte es la de andar siempre inmiscuido en la parte más sórdida de la naturaleza humana. Ante esto, mi tío esbozó una son- risa, comentando que yo era la que debía ser abogado, lo que puso fin a la conversación.
Y ahora te contaré una pequeña historia que te gus- tará e incluso quizá te entretenga un rato. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Probablemente no, así que te resumiré su vida en pocas palabras. Su madre, la señora Moritz se quedó viuda con cuatro hijos, de los cuales Justine era la tercera. Había sido siempre la preferida de su padre, pero, incom- prensiblemente, su madre la aborrecía y, tras la muerte del señor Moritz, la maltrataba. Mi tía, tu madre, se dio cuenta, y cuando Justine tuvo doce años convenció a su madre para que la dejara vivir con nosotros. Las instituciones republica- nas de nuestro país han permitido costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las grandes monar- quías que lo circundan.
Por ende hay menos diferencias entre las distintas clases sociales de sus habitantes, y los miembros de las más humildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan despreciados, tienen modales más refinados y morales.
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Frankenstein- Mary Shelley (completa )
TerrorEl suceso en el cual se fundamenta este relato imaginario ha sido conside- rado por el doctor Darwin y otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible. En modo alguno quisiera que se suponga que otorgo el mínimo grado de credibilidad a semejante...